El modelo de educación que la izquierda quiere para este país pasa, en un mal entendimiento de la libertad, por menoscabar la autoridad de los docentes y olvidarse de las exigencias a los alumnos, de forma que el aula sea una especie de asamblea donde los alumnos están situados en el mismo plano que el profesor, donde se ignora el concepto de disciplina y se consideran perniciosos la carga de trabajo, el castigo a la apatía y a la  mala conducta  y la comparación entre los que sobresalen y el resto.

El principio de autoridad en la docencia es un pilar fundamental para la educación. La falta de respeto al profesor que abarca desde el insulto, la mofa o la actitud retadora hasta el vandalismo con sus pertenencias, sin que haya posibilidad de adoptar medidas serias que pongan las cosas en su lugar, define claramente lo que el sistema educativo implantado en la transición y dirigido en su mayor parte por gobiernos socialistas ha dado de sí.

El maestro siempre fue una figura cuasi sagrada y respetada, por los alumnos y más importante aún, por los padres y por la sociedad en general. Los que acudimos a la escuela en la dictadura sufrimos quizás algún exceso de contenidos sociopolíticos y religiosos, pero al tiempo disfrutamos de la excelente profesionalidad de casi todos los maestros. Los que en ocasiones acudimos a aquellos que por razones políticas fueron separados de la docencia oficial, encontramos en ellos una fuente de sabiduría, de vocación y de dignidad  gracias a las cuales jamás sospechamos de la procesión interna que cada uno llevaba.

Vocación y dignidad serían posiblemente las dos grandes virtudes de nuestros maestros de la posguerra, cuando se bromeaba con su conocimiento de los billetes en pesetas del Banco de España: “Y dicen que los hay de mil”, dada su menesterosa situación económica; a cambio gozaban de prestigio y del respeto de todos. Cualquier castigo, aún los físicos al uso por entonces, eran refrendados  por los padres y era normal que después del guantazo del maestro recibieras otro en tu casa. En general, al menos en el medio rural donde crecí, la participación de los padres en la actividad de la escuela era más bien escasa pero se tomaba parte activamente, quizás sin saberlo, en la educación en valores como el respeto a los demás, la justicia, la solidaridad, la generosidad,  la disciplina, la responsabilidad y el esfuerzo.

Salvo por las connotaciones político-religiosas (en la escuela de mi pueblo no recuerdo que se cantara jamás el “Cara al Sol” aunque sí las “Flores a María” del mes de Mayo), la educación que recibimos las generaciones de la posguerra fue una educación de calidad. Cierto es que la Universidad todavía estaba reservada para las clases pudientes pero la implantación de la Formación Profesional y la creación de las  Universidades Laborales dieron un respiro a la incipiente clase media urbana y sobre todo a la rural, que vio como sus hijos alcanzaron logros profesionales que en nada tenían que envidiar a los conseguidos por quienes tuvieron mejores oportunidades.

Con la llegada de la transición se dignificó la profesión docente con el reconocimiento de emolumentos equiparables a otras actividades de igual nivel o responsabilidad. Las Universidades acogieron la docencia entre sus titulaciones y siguieron formándose docentes con vocación y preparación de excelencia. Fue la política y la evolución de la  sociedad al situar las libertades por encima de cualquier otro derecho, de modo que parecía que la libertad sin límites era  la meta común de un nuevo Estado que se levantaba a sí mismo sobre las cenizas de un régimen opresor donde la libertad era un término desconocido. ¡Qué tremendo error!

En la dictadura hubo dos importantes leyes de educación, la de 1954 de Ruiz Jiménez y la LGE de 1970 de Villar Palasí. La primera fue la del glorioso bachillerato de 1957, que preparó a varias generaciones de la dictadura, la mía entre ellas y de la que salieron los hombres que conducirían la transición. La de Villar Palasí constituyó una reforma importante de la anterior, actualizando la educación a las necesidades de los nuevos tiempos, de la España en pleno desarrollo y despegue industrial.

Ya en la transición, entre 1980 y 2015 se han promulgado siete Leyes de Educación, cada Gobierno la suya a excepción del de Felipe González, al que se deben dos. En 1980 la LOECE del Gobierno de Adolfo Suarez, de corta vida ya que la victoria de Felipe González en 1982 dio al traste con ella , la derogó  y en 1985 se promulgó la LODE, que fue ampliada y modificada por la LOGSE de 1990. José Mª Aznar hizo lo tanto y en 2002 se aprobó la LOCE, que prácticamente no llegó a ponerse en  marcha por la victoria electoral de Zapatero que la derogó en 2004 y dos años después aprobó la LOE, que a su vez fue sustituida por la LOMCE de Mariano Rajoy en 2015 y de la cual existen dudas de que llegue a aplicarse en su integridad por la pérdida de mayoría absoluta en Junio de 2016.

Como se ve, cada Gobierno hizo su propia Ley de Educación y fueron las de los Gobiernos socialistas las que más años perduraron y por ende las que más influyeron en el estado de formación de las generaciones afectadas. Es curioso que si la transición surgida tras los Pactos de la Moncloa puso de acuerdo a todos en casi todo, la educación quedó al margen y cada maestrillo puso su librillo de forma que se generó tal caos que se tradujo en el mayor fracaso escolar de Europa y el mayor de España que se conoce.

Fruto de esos barros vienen estos lodos y hasta ahora ningún Gobierno ha sido capaz de sacar una Ley de Educación consensuada y de futuro y las consecuencias las están pagando unas cuantas generaciones de alumnos desmotivados, apáticos, para los que el esfuerzo es opresivo y la disciplina cosa de otros tiempos. Las familias que antes tomaban parte de forma directa, casi sin saberlo, en la educación en valores y valoraban la dedicación y la autoridad de los maestros, dieron paso a otras generaciones,  las cuales y a causa de la deformación educativa que ellos mismos sufrieron se han situado a la contra, frente al sistema y frente a los profesores. La razón es del niño. Si el niño aprueba es porque es listo, si suspende es porque el maestro no trabaja lo suficiente. En las nuevas familias, muchas de ellas desestructuradas, apenas queda tiempo para educar a los hijos en nada. Una ligera ayuda en los deberes y a seguir jugando con la maquinita, la clase de taekwondo, la de danza, la de inglés, la de música etc. etc. Y ahora, para rematar lo poco que quedaba de trabajo y esfuerzo, los padres y las madres –como los modernos suelen decir- se niegan a que sus hijos hagan deberes en casa, que para eso está la escuela.

Cuando veo que a un niño le piden que dibuje un pollo y lo hace pelado y colgado en una vitrina de  carnicería o cuando oigo que los ríos mueven sus aguas para arriba o para abajo porque las mueve el viento, me entra una mezcla de tristeza y de preocupación, porque son los que han de continuar la labor de sus padres, esos a los que la transición ha convertido en analfabetos prácticos que convocan una huelga y salen a la calle a protestar porque sus hijos tienen que hacer deberes en casa. Esta es la España que hemos hecho, tan buena en tanto y tan mala en tanto más.

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Chavales, no a los deberes

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