En ocasiones se forma en nuestra atribulada mente una suerte de ciclogénesis explosiva, una bomba neurotransmisora a punto de estallar y salpicar de metralla dialéctica y física a aquellos que tengan la desgracia de encontrarse próximos a nosotros en tan virulento trance. Ante semejante peligro, la neurociencia aconseja canalizar las emociones y poner coto al desmán antes de que éste se produzca y ya sea demasiado tarde, puesto que en ese caso tan sólo nos salvará de sus devastadores efectos el ponernos a salvo, atrincherarnos y esperar a que escampe.

Todos hemos sido pasto en ocasiones de oleadas de rabia, ira y descontrol, acordándonos en esos momentos del santoral al completo. “El que se cabrea tira la garrota y cuando va por ella resulta que está rota”, nos recuerda nuestro rico refranero, lo que nos genera una segunda explosión todavía más sañuda y acre.

Ante tal tesitura, abandonamos todo pensamiento racional y cualquier toma de decisión analítica y objetiva. Lo primero es cagarse en el copón, sin más, y pretender asir cuanto tengamos a mano para estamparlo y hacerlo añicos, dando rienda suelta a nuestros instintos más primarios. Las causas de tan destructora conducta no hay que buscarlas en un tratado psicológico sino más bien en una coctelería: si mezclamos el enfado, el estrés y el miedo no obtendremos precisamente un daiquiri, sino la ira. Cuando explotamos, se sobreactiva la amígdala del sistema límbico y las emociones dejan de pasar por el filtro de la razón. Y comienza el apocalipsis según San Juan.

La ira es una locura de corta duración, afirmaba Horacio, el poeta del Carpe Diem, no el pinchadiscos, estado que nos altera la visión y envenena la sangre. Todos conocemos a algún sujeto iracundo que vive constantemente en un estado de provocación reactiva permanente y que suele estar a la que salta. Según parece, semejantes sujetos-pólvora presentan una reducción en la densidad de las cortezas frontal y prefrontal, similar al de aquellos que reciben la medicina del iracundo en formato de puñetazo o cabezazo al uso, puesto que pueden terminar con la frente, el pómulo o el mentón abollados.

Mi padre me contaba que en la mili, en el polvoriento Aaiún sahariano, tenían un sargento chusquero al que apodaban “El Siroco”, quien se gastaba muy mala folla castrense y de quien era conocida su velocidad huracanada a la hora de poner firme a la tropa. Cuando el viento del jaloque se tornaba tempestuoso, “El Siroco” enrojecía demoníacamente y bizqueaba los ojos. Mal asunto, barruntaba el regimiento, puesto que solía sacar el brazo a pasear.

La neurociencia -algunos cuestionan que se trate de una verdadera ciencia- aconseja seguir cuatro pasos para controlar estos impulsos desbocados: identificar la emoción antes del arrebato, distraerse, reinterpretar la situación y cambiar de postura.

En efecto, la ira es como el fuego; no se puede apagar sino al primer chispazo puesto que después ya es tarde. Para Mark Twain “es un ácido que puede hacer más daño en el recipiente en el que se almacena que en cualquier otra cosa en que se vierta”.

Distraerse con un sudoku parece mejor opción que entretenerse con el conocido juego de ¿qué prefieres que te pegue con la izquierda o con la derecha?, puesto que el pensamiento neutro calma la sed de nuestra agostada amígdala.

De igual manera, nada mejor para cambiar de postura que cambiar el gesto y buscar una respuesta facial amigable, esto es, dejar de lado en estas situaciones el rictus colérico tipo Yul Brynner. El fundamento radica en que las expresiones faciales influyen y mucho en el estado emocional de la persona.

Si vds. notan como se les calientan las orejas y les sube una especie de bilis amarga, intenten seguir estas pautas para evitar un estruendoso arrebato. Eso sí, el que esto firma, sin ser neuropsicólogo, aconseja no capar de plano toda nuestra cólera y, por el contrario, dar rienda suelta a determinados tipos de rabia, sobre todo aquella que proviene de situaciones de impotencia o ante una manifiesta injusticia en los que lo más sano es, sin duda, rebelarse con estruendo y ponerlo todo patas arriba.

 

Ciclogénesis mental

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