Me hago eco de una curiosa iniciativa: un grupo de parlamentarios pretende impulsar en el Congreso una Proposición No de Ley para incluir y promover la empatía hacia los animales en el currículum educativo. Aseverar que los niños y los animales tienen una química especial no es descubrir nada, pero sí reafirmar que existen relaciones mucho más profundas, basadas en conexiones muy especiales. Al igual que la existente entre nietos y abuelos, tan singular, los niños gozan de cierta predilección entre el gremio animal, y se trata de algo innato, mutuo, puro instinto. Deben confiar en esa ingenuidad de la que todos hacemos gala en la infancia.

Sin ir más lejos, mi perro Nilo -que es rematadamente más inteligente que alguna acémila que conozco- y al que precedieron y me dejaron su huella Lassie, Goofy, Buba y hoy también Tara, se transforma cuando ve a un grupo de niños jugando, se mimetiza y ansía unirse al grupo. Quién sabe si con afán de reciprocidad, este minúsculo grupo de parlamentarios -curioso esto de que las buenas propuestas sean a menudo cosa de pocos y no se cuenten por mayorías- ha elaborado un informe que constata que insuflar a los niños empatía hacia sus amigos de cuatro patas -pata arriba, pata abajo- ayudará a combatir el acoso escolar y la violencia.

Actuar violentamente contra los animales no demuestra más que una cosa: que, parafraseando a Alfonso Ussía, “hay algunos que nacen tontos y luego van teniendo recaídas”. En efecto, creo que mi mayor desprecio hacia la raza humana es aquel que proyecto sobre ciertos desalmados que gustan de humillar y castigar a la raza animal. Si me pidieran mi opinión acerca del fallecimiento de cualquiera de estos cobardes al ser atacado por un Mastín Tibetano, me limitaría a responder lacónicamente: una mierda menos.

Frente a esa amistad y nobleza desinteresada del animal, el ser humano opone en ocasiones una relación mezquina y una frágil fidelidad. Con el ánimo de atajar el problema desde las raíces, la proyectada medida pone su acento en los estudiantes de Primaria, esto es, de seis a doce años, si bien intuyo que no vendría nada mal hacerla extensiva a sujetos con edades superiores pero, en ocasiones, con encefalogramas inferiores, sobre todo de aquellos que rozan la planicie cerebral.

La actual LOMCE, tantas veces criticada con ahínco desde esta modesta atalaya, tan solo contempla el tema de la empatía animal de soslayo, a modo de mero principio dogmático, olvidando su ulterior desarrollo, a todas luces necesario, y que debe ser transversal. Todo lo que se recuerde continuamente, si es bueno, no estorba ni abunda en exceso, por lo que el profesor de matemáticas bien podría en alguna ocasión informar al alumnado de alguna estadística de maltrato animal. Igualmente, el profesor de gimnasia podría aleccionar a los jóvenes a no saltar y pisar el cuello a un perro o la profesora de ciencias naturales podría resaltar los efectos nocivos para el medio ambiente causados al intentar quemar viva a una camada de gatos. Se me ocurre.

Para Víctor Hugo “los animales son de Dios y la bestialidad es de los hombres”. Personalmente, nunca he tratado mal a un animal, ni tan siquiera se me pasa por la cabeza. Cuando en los telediarios ya se me avisa de que ciertas imágenes pueden herir mi sensibilidad, cambio de canal y me las ahorro. Es superior a mis fuerzas.

En mi contra, y sin que sirva de comparación, supongo que a alguna de mis numerosas ex parejas no las traté con el cariño debido, pero en mi descargo debo decir que fue, casi siempre, en legítima defensa.

Hay que ser muy hijo de perra para pegar a un perro, ciertamente. Cualquier forma de abuso se me antoja más abominable y abyecta que el cine de Pasolini. Otra forma de maltrato animal, mucho más liviana, consiste en ver al ya adolescente Froilán intentando enfrentarse a un toro. Pobre morlaco. Este chaval realmente promete.

Si el galgo es el rostro habitual del abuso, la perrita Zero se convirtió en 2.014 en la imagen de otra iniciativa: #sacrificiozero, gestada para poner fin a esta práctica genocida entre animales abandonados y que actualmente ha sido plasmada en normas protectoras en la Comunidad de Madrid y en Cataluña, a las que deberán sumarse el resto de Comunidades Autónomas. Con el sistema anterior, cualquier animal abandonado recogido por los servicios municipales podía ser sacrificado legalmente en un plazo de diez días si nadie lo reclamaba o adoptaba.

Me parece igual de aberrante el bullying que el maltrato animal por lo que me parece del todo acertada la simbiosis pretendida con la iniciativa parlamentaria. Cualquier tipo de abuso frente a un ser vivo y, por ello, ser sintiente -Darwin llegó a comprobar cómo los elefantes indios lloraban a veces- no debe dejar a nadie indiferente, y constituye una auténtica excremencia.

En el plano judicial, celebro haberme encontrado en alguna resolución judicial argumentos esperanzadores tras la oportuna reforma del Código Penal en la materia, cuando se define el maltrato animal, por ejemplo, de esta guisa: “se trata de una aberración en el siglo XXI, y la indignación ciudadana está justificada y es legítima la ejecución de la respuesta punitiva del Estado”.

Ni reinserción ni hostias, añadiría yo. “Hemos hecho de la Tierra un infierno para los animales”, afirmaba Schopenhauer. Hagamos también un infierno para sus ejecutores.

Animalismo y humanismo deben ir de la mano y no ser objeto de una elección o alternativa. Ambos movimientos deben ir bajo el común manto protector de la educación. Les ahorro el resumen de tuits y comentarios basura que se alojan a los pies de la noticia de la iniciativa parlamentaria, pues hasta alguna lumbrera se cuestiona “si las moscas tendrán más empatía que los mosquitos por aquello de la violencia de género”.

Como dice mi gente, que asco de vida…

Empatía animal

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