Es temprano. El sol y nosotros nos desperezamos juntos. Hemos dejado atrás el oasis de Afqa. Los palmerales son impresionantes. Nos adentramos en la ciudad de Palmira, Patrimonio de la Humanidad.  Situada en el desierto de Siria. Aumenta la admiración por estar viviendo en un Libro de Arte e Historia, en el que voy pasando páginas y volviendo a las pasadas, sin dejar de vivir el presente; es vivir en tres dimensiones del tiempo. Abarca desde el siglo II a.c. hasta marzo de 2017.  En el pasado, 41 a.c., sus habitantes  huyeron de Marco Antonio y  posteriormente Adriano la declaró ciudad libre. Prosperó en el siglo I a.c. con el comercio de caravanas, al estar situada en la ruta de la seda.

La calle prácticamente está vacía. El silencio casi es total, apenas roto por algún ladrido de perro a nuestro paso. Algún carro de mano con pocas frutas, empujado por una chilaba en que la se adivina dentro un cansado hombre mayor que viene de su huerta para ofrecer sus productos. Otro empieza a montar un tenderete con tortas de pan. Al fondo se adivina un pequeño bar. Un camarero monta las mesas y sillas de hierro. Dos parroquianos esperan pacientemente para tomar su primer té. Suena  la primera de las cinco invitaciones a la oración diarias, para hacer el salat, realizadas por el muecín desde el alminar, y que es obligatorio realizar según la posición del sol. La pequeña ciudad despierta lentamente. Todo parece moverse así, con pausa; el sol, el viento, las gentes, nosotros. Tomamos el primer café con unas  pastas con miel, lo acompañamos de algunos dátiles, que es el origen, en arameo, del nombre de la ciudad; la ciudad de los árboles de dátil. Saboreo la historia que fluye.  En su futuro veo un convoy militar ruso quitando minas antipersonales por la calle que voy, dejadas por los terroristas que se retiraron hace unos meses y con sus casas derruidas.  Dejo atrás el hotel Semiramis, posteriormente estratégico en las sucesivas  tomas de la ciudad por sirios y terroristas.

Me adentro por las ruinas de la Avenida Decumanus. Como si fuese una gran vía. Veo desfilar a las tropas romanas con su gloria. También veo desfilar a la Reina Zenobia, que, tras el asesinato de su marido Septimio Ordenato que era gobernador romano, estableció en el 267 d.c. el Reino de Palmira que se extendió por Siria, Líbano y Egipto, pero fue derrotada 5 años más tarde por el Emperador romano Aureliano. También la veo desfilar, por orden de éste, tirando de un carro con cadenas de oro.

La ciudad es arrasada por sus propios vecinos al abandonarla y reconstruida por Diocleciano. Tomada por los árabes y nueva destrucción por un terremoto en el siglo XI.

Sigo y admiro  el Tetrapylon, como 4 esbeltos cenadores con 4 columnas jónicas cada uno. Veo el Templo de Bel y el de Baalshamin. Ya no los podría ver, pues fueron dinamitados hace 2años. La UNESCO lo calificó como “crimen de guerra, así como las tres importantes tumbas-torre de Elahbel, joya irremplazable del 103 a.c. También veo y no veré por ser dinamitado, su Arco de Triunfo. Llego al  fin al Teatro Romano. Me parece oír las obras representadas y, con horror, veo como ejecutan al exdirector del yacimiento.

Tal vez comí algo en algún bar. El calor apretaba superando los 40 grados. Continué pasando hojas del tiempo, deteniéndome en mi presente. Llegó la tarde y me dirigí a la Montaña de Jabal Qassoun donde está el Castillo. En el futuro veo encarnizadas luchas y bombardeos. Pero ahora es el momento de subir lentamente la ladera de la montaña, como si cada paso oscureciera y relajara el ambiente. Era una fiesta de colores. El horizonte refleja la magia del momento y deja en mí una huella de energía. Estamos bastantes personas viendo el fabuloso espectáculo. Noto que nos damos la mano. Al principio el sol lo teníamos suspendido entre todos, luego lo dejamos ir porque el sol es de todos; de los que ahora lo despedimos y de los que lo esperan. Nos mirábamos complacidos ante las tonalidades naranja y violeta, todos sensibilizados ante este estallido de belleza que nos inundaba. El momento transmitía paz, sosiego y calma. Nos volvimos a coger otra vez de la mano y nos llevamos juntos donde el tiempo no existe, pues una vez calado en toda la Humanidad no habrá otro futuro que éste. Nos quedamos un buen rato absortos, sin palabras, como suspendidos en ese tiempo. Tardamos en despertar e ir poco a poco descendiendo, como si hubiésemos vivido una terapia colectiva. Es de los más bellos atardeceres vividos. Deseé, como El Principito,  ver en un día 43 atardeceres como éste.

Eterna Palmira

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