Antes de explorar lo más perdido de la Ruta 66, junto a lo ya relatado, casi marciano, no puedo dejar de acordarme de la otra ruta paralela; la de los Parques Nacionales y Valles. De estos últimos destaco el del Vino y el  de Napa. Tampoco es conocido que la denominación de Napa se la dieron los españoles, sí esos de los que no nos sentimos orgullosos nada más que cuando ganamos un mundial en algún deporte, luego a enfrascarnos entre nosotros. Pues bien, al llegar al actual maravilloso y cuidadísimo valle, los españoles vieron unos indios y los consideraron “wappos”, palabra que derivó en Napa.  Se puede visitar en un preciso y evocador tren retro, degustando sus muy buenos vinos y tapas. Las bodegas son como la de Falcon Crest, pero en acogedor y a muy buen precio. No vi a Lorenzo Lamas, tampoco a Ángela Channing (Jane Wyman), pero sí una de las mejores bodegas, las de Freixenet, ya en manos holandesas.

Al atardecer, sentado en un extremo de otro valle, el del Vino, noté la paz y armonía de tierra y cielo, silencio que es una sinfonía, oyendo crecer los pámpanos, viendo el desarrollo de las incipientes uvas, prometedoras del néctar que estaba bebiendo. Que diferencia, ni peor ni mejor, con las tascas españolas, con el alborozo y griterío de sus gentes y el ir y venir de sus activos camareros. Tampoco hubiese estado mal unas patatas bravas, unos caracoles, un forrico…

Ya en Colorado, me impresionó el Parque de Joshua Tree, totalmente de cactus, el más grande del mundo en esta variedad. Ocupa  parte del desierto de Mojave, también mítico. Anduve buscando el árbol de Joshua, que da nombre al parque, pues como tal no se veía ninguno, pero superada mi incultura con un libro, supe que ese árbol es un cactus. Entonces me acordé del mejor álbum de U2, denominado precisamente Joshua Tree y no me extrañó su inspiración. Horas paseando por el Parque, maravillado por tanta variedad y belleza de cactus.

Me acordé de los indios guapos al llegar al Gran Cañón del Colorado pues los que vi gestionándolo, eran feos y no muy amables. Lo segundo es comprensible, porque los colonizadores, les quitaron sus vidas y tierras e impusieron su cultura. Explorando pude encontrar restos de un poblado indio, pero expuesto a la profanación de los visitantes, por sus pocas medidas de seguridad. Emocionante imaginarse la vida allí, cerca de riachuelos, tierras fértiles y arboleda frondosa

Aún queda una tribu, los havasupai, amerindios,  que llevan 800 años allí en la parte de Arizona y los colonizaron a medias, pues no dejan hacer carreteras y el correo les llega en mulas. Gracias a su tesón se libraron de los forty-niners, los buscadores de oro, que arrasaron cosechas, tierras y ganado. Se pueden ver desde un helicóptero.  Asombra la gran cantidad de arbolado que tiene, visto desde el aire.

El atardecer en el Gran Cañón, como dije, descubierto por el español García López Cárdenas, en 1540, es hermoso. Otro gran regalo de la naturaleza, Naturaleza, con mayúscula. Han tenido que pasar millones de años para poder admirar esa erosión. Sobrecoge el espectáculo del silencio cuando es éste el que habla, los gradientes de naranja, azafrán, cárdeno y violáceo tenue, acompañado de un velo que lo difumina. Posiblemente lo único que se oye es el latido emocionado de las decenas de personas que nos hemos citado para el espectáculo misterioso del crepúsculo. Muy despacio y con caras beatíficas, al llegar casi la noche, vamos dejando los palcos imperiales, privilegiados…

En Utah,  mediodía, laborable, soleado. Un pueblo perdido. Parada para descansar y comer. Siempre me ha asombrado en las películas americanas, lo fácil que es aparcar en la puerta de tu destino. Lo comprobé, es cierto. Las casas están desperdigadas y luego hay un núcleo, con todos los servicios a lo largo de una amplia calle. Parece decorados. De hecho miraba por detrás de las casa de esa calle, para ver si estaban sostenidas por maderos entrelazados. No, únicamente tienen  pocos edificios detrás y enseguida el campo. Elegimos un establecimiento para comer, decorado con madera. Entrada con puertas de batiente, far west auténtico. Dentro decorado atemporal, dispuesto para rodar cualquier película, también de madera, incluido el suelo, lámparas bajas sobre las mesas, máquina de discos; sonaba country, billares, anuncios de neón en las paredes, mesas abarrotadas con hombres tocados con amplios sombreros, bebiendo y jugando a las cartas. Debieron ver dos siluetas al trasluz de la puerta y todos, todos los rostros a la vez, como dirigidos por Juan Ford, giraron para ver a los dos hombres que entraban, que tenían tufo de forasteros, eso sí, desarmados y sin sombrero. El scarface barman, levantando y juntando parroquianos, logró una mesa donde pudimos comer. Detrás de la barra había un gran cartel con un wanted de “se busca, vivo o muerto”, con la cara de un sujeto que se parecía al camarero. Y tanto; era él. No costó que nos relatase que lo pillaron, que fue a la cárcel y que ya había cumplido con ella su delito. Comida rápida y mutis por el foro…

La fiebre del oro, entre 1848 y 1855, afectó fundamentalmente a San Francisco, que pasó de ser una aldea a una gran ciudad de 300.000 personas y fue el foco alrededor del cual se organizó California, tanto que fue admitido como Estado en 1850 y los yacimientos los confirmó el Presidente Polk en el Congreso. Venían sobre todo de la costa Este, por la ruta 66 y en barco, tardando varios meses. Al organizarse, arrasando con los indios y colonos, ya lucharon para no dejar entrar a hispanos, asiáticos y europeos. El puerto de San Francisco se  convirtió en un cementerio de cientos de barcos, pues los marineros que llegaban, los abandonaban para irse a la  aventura del oro. Algunos de esos barcos se transformaron en tiendas y hoteles, otro en cárcel y otros como relleno para agrandar el área edificable. Quedan pueblos fantasmas de buscadores, pues la forma de obtener el oro cambió desde cogerlo en arroyos y barrancos, hasta la extracción. Tuve la suerte de  ver uno de estos pueblos, parcialmente recuperado, en donde se podía estar en la cárcel, ver el camión de bomberos, ataúdes, trenecillos, las minas y el salón, igual que en cualquier peli del oeste. Me impresionó la visita al cementerio abandonado, con inscripciones de mediados del siglo XIX. Cuanta ilusión, cuanta riqueza, cuanta vida, allí enterrados.

Far West

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