Si en ocasiones desde esta columna se tiende a la crítica, no mediante el empleo de la palabra como pistola sino habitualmente con moderación, justo es también ensalzar aquellas realidades plausibles. Sabido es que hay reproches que alaban y alabanzas que reprochan, pero este no es el caso.

Conviene celebrar que, coincidiendo con el periodo de crisis, las donaciones de particulares a ONG hayan aumentado un 30 %, en claro contraste con las aportaciones públicas, que durante el mismo periodo disminuyeron en un 15 %. Una vez más, el ciudadano de a pie, anónimo y sacrificado, revela mejores costumbres e intenciones que la anquilosada administración, regida como saben desde hace años por el principio despótico de que “todo para el pueblo pero sin el pueblo”, puesto que a nuestros ínclitos dirigentes no parece que les vaya mucho aquello de cooperar, ni tan siquiera gastar parte del erario público, simplemente, en los demás.

Visto lo visto, mejor opción parece cooperar que invertir en Bonos y Letras del Tesoro. Si la cara de la moneda la representan millones de rostros anónimos, la cruz la ostenta la ayuda oficial, en caída libre -73 %- desde que estalló la crisis, aunque lo que realmente estalló fue una burbuja.

Y es que los ciudadanos estamos dispuestos a ofrecer casi todo cuando no nos ha quedado casi de nada. Decía Gregorio Marañón que “la edad en que todo se reparte, e incluso se da generosamente, es la edad en que nada se tiene”. Buena muestra de ello, sin duda, se predica de tan altruistas aportaciones.

Sin pretender dar ejemplo -nada más lejos-, el que esto firma viene desde hace tiempo colaborando con organizaciones que tienen entre sus cometidos bien la ayuda al África negra, bien el apoyo a la investigación del cáncer de mama o incluso la promoción del cine en países en desarrollo, y siempre me parece escasa, sinceramente, mi aportación. Claro que si la comparo con la oficial, resulta que soy todo un filántropo. Para Shakespeare, la generosidad consistía menos en dar mucho que en dar a tiempo.

Vaya por delante ya desde aquí mi más que justo y merecido agradecimiento tanto a los abnegados donatarios como a todas aquellas personas que, con muy poco tiempo pero con mucha pasión, se dedican a organizar y canalizar nuestras siempre pequeñas pero valiosas aportaciones. Algunas de ellas me leen y estaba en deuda con ellas.

La generosidad es el único egoísmo legítimo, la sublimación del individualismo auténtico. Y lo malo es que, en ocasiones, puede convertirse en un gran negocio. También se puede ser generoso dando poco y miserable dando más.

La Administración Pública tiene el reto de ponerse a la altura de la solidaridad ciudadana”, han afirmado lapidaria y acertadamente desde la Coordinadora Española de ONG para el Desarrollo -CONGD-, aunque no creo que el sector público consiga ir a la zaga si tenemos en cuenta que el número de españolitos que colaboran con alguna ONG ha aumentado un 20 % desde 2008. Y supongo que muchos, insisto, colaboramos en varias. No sólo aumenta el número de buenos samaritanos, preocupados por lo que sucede más allá de sus narices, sino que también experimenta una subida el importe que destinamos a causas justas, y que ya ronda los 300 millones -con m de magnífico- de euros.

A diferencia también del sector empresarial, que involuciona y cierra filas alrededor de su cifra de negocio y beneficios, el factor humano se coloca en cabeza y el perfil del donante ocasional, motivado por una emergencia mediática, ha mutado hacia otro tipo de colaboración más constante y más acorde a las continuas necesidades de las organizaciones beneficiadas por las dádivas y las liberalidades individuales.

Si vd. es de los que piensa que mejor no colaborar porque primero es lo nuestro, hágaselo mirar, porque en primer lugar lo nuestro es todo, no solamente lo suyo, y en segundo lugar porque se trata de reflexiones más propias del Brexit y los jodidos ingleses. El que quiere colaborar puede hacerlo, aunque sea de manera simbólica, sin necesidad alguna de arruinarse en el empeño. Causen baja en Rácanos Mundi y participen, de cualquier manera. Todo suma.

Personalmente soy de los que cree que una necesidad es la misma aquí que fuera de nuestras fronteras y se impone que reaccionemos y aportemos cualquier cosa, aunque sea una idea, un apadrinamiento, un artículo, un euro al mes o un periodo de gratificante voluntariado, puesto que no debemos confundir ayuda con peculio como confunde el necio valor con precio.

Estamos ante problemas no sólo globales, sino reales, tangibles, que se mascan, y se convierte casi en apremiante y perentoria nuestra colaboración, máxime si tenemos en cuenta que uno de los mayores placeres personales a los que podemos optar es el poder realizar sigilosamente una buena acción y dejar que se descubra por accidente.

No hacer el bien es un mal muy grande, pensaba Rousseau, mientras que Teresa de Calcuta, siempre excesiva, proclamaba que “hay que dar hasta que duela, y cuando duela dar todavía más”. Me duele sólo de pensarlo. Una cosa que esté bien, por Dios.

Lo que resulta palmario es que debemos sentirnos orgullosos de que nuestras ONG trabajen en 3.600 proyectos en 105 países y ayuden a más de 35 millones de necesitados, con independencia de su origen y circunstancias, en cuestiones relacionadas con la igualdad de género, el desarrollo endógeno y la transferencia mutua de conocimientos, la salud, la educación o la defensa de los derechos humanos, entre otras.

En definitiva, colaboración. Compromiso. Sin Fronteras.

Generosidad ciudadana

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