Decía George Steiner que lo que no se nombra no existe. Es una frase preciosa y errónea. Me recuerda a cuando los niños se esconden tapándose tan solo los ojos, convencidos de que si no te ven, tú no podrás verlos a ellos. El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve, escribió Antonio Machado.

Hay cosas cuya dureza es tal que no podemos nombrarlas. Hay heridas que no cicatrizan porque tienen un tumor debajo que se lo impide. Sangran veinticuatro horas al día. En esos casos, los médicos pegan una bolsa de plástico a los bordes de la herida y el paciente ha de vaciar la sangre que allí se acumula todos los días. Ignoro si estas lesiones tienen un aséptico nombre científico.

Conocí una vez a un hombre que tenía una de estas heridas. Él la llamaba La Bestia. Lloraba con desconsuelo cuando tenía que vaciar su bolsa porque se veía incapaz de hacerlo. Toda su vida había sido un hombre temeroso de las enfermedades. Tenía sus razones. Ni siquiera pudo acercarse al lecho en el que su madre gastó sus últimos años. Contaba que cuando su hija era muy pequeña había padecido de una infección en la piel que se la había dejado en carne viva. Él untaba una pomada sobre la carne infectada a diario. Cuarenta años después, seguía sin creerse capaz de aquella hazaña. En su vejez, sus hijas vaciaban con cariño la bolsa de sangre al tiempo que le hablaban de sus propios hijos. Él adoraba a sus nietos. Están de dulce solía decir en un habla manchega que los sesenta años pasados en Madrid no habían conseguido domeñar. Su última noche los nombró a todos.

Los hilos de nuestra memoria tejen nombres y recuerdos. Morir es olvidar.

Conozco una vez a una mujer muy pragmática que me dijo que reencarnarse en otro ser después de la muerte no era ningún consuelo para ella. Si no recuerdas tu vida anterior, ¿de qué te sirve? Es como si estuvieras muerto, añadió. Ahora tiene Alzheimer en grado moderado. Las neuronas de su cerebro se están muriendo y con ellas, sus recuerdos. El otro día llegó a una cafetería y pidió un vermut descafeinado. No le dio importancia porque ella no sabe que está olvidando los nombres de las cosas. Su hija comenzó a despedirse de ella en ese instante. Va a ser un largo adiós, pensó.

Ya no llama a su hija por teléfono y esta no sabe si, en el tiempo que trascurre entre llamadas o visitas, su madre se acuerda alguna vez de ella. Se para a pensar y constata con terror que hace mucho que no la llama. Le duele imaginar que su madre haya podido borrarla de su mente. ¿Cuándo sucedió esto? ¿Cómo se llama al dolor de una hija que sabe que su madre la está olvidando? Hay cosas cuya dureza es tal que no podemos nombrarlas. Pero están ahí y hay que aprender a vivir con ellas.

Hace unos días, la hija tuvo que hacerse una prueba médica en el hospital. Tenía miedo. Fue sola. A lo lejos vio la silueta de una mujer idéntica a la de su madre hace veinte años. Muchas veces pasan estas cosas. Los recuerdos acuden en nuestro auxilio cuando los necesitamos. Recordó que hubo una época en que su madre la acompañaba al médico. Repasó desde el principio hasta el final toda su vida, así como dicen que puede suceder cuando mueres. Pensó en cómo le apretaba la manita cuando la llevaba a la guardería, en cuando la vestía de india para las fiestas de disfraces, en los bocadillos que le preparaba para el colegio, en toda la ropa que le había planchado, en los vestidos que le preparó para las Nocheviejas, en los abrazos, en las sonrisas. Trajo de nuevo al corazón que cuando la abraza todavía le dice: ¡ay, mi chica! Un sentimiento cálido la abrazó cuando se percató que no era ella la que había perdido la memoria. Al menos, no por el momento.

Hay muchas muertes, todas distintas. Recordar es vivir.

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Dedico a esta columna a los familiares de pacientes de Alzheimer. Invoco a vuestra memoria para que el 2017 sea lo mejor posible.

 

Invocación

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