Tenía ya ganas de titular un artículo como el libro que escribió en 1.979 el escritor y humorista Álvaro de Laiglesia. Difícil aunar ambas cualidades. Tan solo me faltaba el motivo, y créanme que esta semana lo he encontrado. Estoy que trino y lamento el tono, nada habitual. Ante el triste y desafortunado fallecimiento de un torero en el ruedo se ha producido una catarata o aluvión de execrables comentarios y que tienen cabida todos ellos en la tipología del Código Penal. Confío en que todos y cada uno de estos miserables, cobardes y sesudos comentarios sean perseguidos, juzgados y condenados a la luz de la reciente doctrina de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, que acaba de declarar categóricamente -ya era hora- que “el discurso del odio no está protegido por la libertad ideológica o de expresión”.

El Alto Tribunal determina que no se trata de criminalizar opiniones discrepantes, sino de combatir actuaciones dirigidas a la promoción pública de quienes ocasionan un grave quebranto en el régimen de libertades y daño en la paz de la comunidad con sus actos criminales, atentando contra el sistema democrático establecido.

El delito de incitación al odio e injurias es palmario y está penado actualmente con penas de prisión. Y es que a veces no queda otro consuelo que el bálsamo cicatrizador de la justicia severamente aplicada. Olvidan estos sujetos disfrazados de animalistas que pensar así es, per se, un acto criminal, del que el resto debemos defendernos. Por tanto, que no den lecciones de civismo o amor a la naturaleza, pues no debe pretender convertirse en un ejemplo aquel que directamente abofetea con su actitud y lengua viperina el Código Penal. Resulta del todo necesario poner coto a semejantes desmanes intelectualoides, tanto a nivel digital –llámenme censor, pero visto el patio no debiera publicarse todo lo que a cualquier mandril se le ocurra-, como a nivel legislativo, policial y judicial. Ya está bien.

Dentro de la nauseabunda amalgama de comentarios vertidos en las redes sociales, destacan los del maestro interino comunista, cuyo nombre prefiero ni pronunciar para no darle más fama a semejante mamón, así como los de una concejal de la marca blanca de Podemos en Valencia y los de un youtuber al que conocerán en su casa a la hora de la siesta, como tildaba el propio profesor al torero fallecido en acto de servicio. Personalmente, de todos y cada uno de estos cobardes sin alma me ciscaría en sus muertos, parafraseando a mi denostado Pérez-Reverte.

Para escribir algo inteligente no basta sólo con serlo, mientras que para escribir algo abyecto generalmente basta con ser idiota, puesto que el odio es un sentimiento huérfano de toda inteligencia.

No conozco acción más cobarde que la de atacar a un muerto. Resulta curioso que algunos, que ni tan siquiera saben lo que es una mascota, ahora me vengan de defensores a ultranza de los animales. Pero es lo que mola, o lo que más se parece a mi opción política: alinearme con la naturaleza, el amor libre y la mal entendida libertad de expresión.

¿En qué se diferencian un recluta de una mula? En la mirada inteligente del asno, reza el chiste. No me extraña, visto lo visto y leído lo leído. Lo peor, en mi modesta opinión, no es el zafio comentario libremente publicado, sino advertir que tras el mismo se suceden numerosos “Me gusta” y “Me encanta”. Lamentable y preocupante.

El hoy afamado profesor, con excesiva pinta de cateto, recula de su libertina pluma viral y sostiene que ha sido víctima de un ataque informático y que alguien le robó su perfil, peregrino argumento con el que pretende defenderse de las numerosas denuncias que le están cayendo. Todo madurez el amigo. Además, ¿quién en su sano juicio pretendería hacerse pasar por semejante sebo?

No es un tema de taurinos y antitaurinos, animalistas o humanistas. No se engañen. Es un tema de buenas o malas personas, a secas. La violencia y el odio sólo generan más violencia. Quizá estuviera en lo cierto Hermann Hesse cuando afirmaba que “cuando odiamos a alguien, odiamos en su imagen algo que está dentro de nosotros”. En pleno siglo XXI seguimos siendo un puto país de odios viscerales. Estoy harto de Twitter y Facebook, y de cómo alimentan el baladre. No facilitemos herramientas al cobarde ni al potencial delincuente.

Este personaje en cuestión ha demostrado tener peor sombra que una higuera seca y estar impedido socialmente y capado intelectualmente para dar clase en un aula a nadie. Ni a los animales. Es ultrajante pensar así y si estuviéramos en la década de los cincuenta es posible que se hubiera ganado una lobotomía. O una estocada pescuecera en corrida goyesca.

Por cierto, Álvaro de Laiglesia también escribió otro libro anterior, quién sabe si dedicado en un futuro al tristemente célebre profesor twittero, y que tituló “Dios le ampare, imbécil”.

Pues eso.

Los hijos de pu

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