El pasado 8 de marzo, día de la mujer trabajadora, una revista cultural publicó en una red social una foto cuyo pie decía: Marina Ginestá, Barcelona, 1936. El autor era Hans Gutmann. Supongo que muchos de ustedes conocen la foto de la que hablo. Si no la conocen, búsquenla, es bonita. En ella, una militante adolescente bastante conocida del PSUC posa en la terraza de un hotel. Dos detalles que disuenan llaman la atención: el arma que lleva en el hombro y la sonrisa que  ilumina su rostro.

Cuando vi aquella foto tuve que escribir un comentario. “Las mujeres valientes no son sólo las que llevan un arma en el hombro. Las mujeres valientes pasaron el hambre de la posguerra, trabajaron en la dureza del campo y sacaron a sus hijos adelante. Las mujeres valientes consiguieron que sus nietos estudiaran una carrera y salieran de aquella pesadilla. Esa es la foto que me gustaría ver, la de las heroínas silenciosas.”

Llevo una temporada en la que recibo muchas fotos de ese estilo: mujeres republicanas con el arma en el hombro. Mujeres valientes. Hay una nostalgia en algunos sectores de la población hacía esa época de nuestra historia. Obviamente la gente no tiene nostalgia del millón de muertos que causó la guerra civil, no haré demagogia con eso. Son otras cosas las que añoran. Pero no estoy aquí para contarlas. Yo no siento esa nostalgia.  Yo siento otra, la mía.

Varias de las personas que me rodean nacieron en 1940. Ese año, el siguiente al fin de nuestra guerra civil, supuso el comienzo de un hambre que habría de durar mucho. En La Mancha se pasó bastante hambre, admitámoslo. Aquí lo que había era mucho campo para trabajar y mano de obra barata. En otoño la vendimia y la siembra, en invierno recoger la aceituna y llevarla a la almazara, en verano segar la mies con la hoz y trillar para separar el grano de la paja,  y vuelta a empezar. Si me dejo algo, perdónenme, soy más urbanita que el asfalto.

Los campos que nos rodean estaban llenos de personas trabajando de sol a sol por un exiguo jornal. Los hijos mayores perdieron su infancia cuidando de los pequeños. Las madres y los padres enterraban a los hijos. Para que puedan respirar la atmósfera de pobreza y caciquismo, les recomiendo la lectura de Los santos inocentes escrita por Miguel Delibes.

Tener  tuberculosis suponía la exclusión social, lo mismo que décadas después ocurrió con el SIDA. “Sólo me quedó un amigo” me dijo un conocido. Hay pacientes que todavía niegan haber pasado tuberculosis. Lo niegan delante de la placa de rayos X. Todos dicen: “yo no tuve tuberculosis, esa mancha es porque me caí de una escalera”.

Luego llegó el éxodo desde La Mancha, Extremadura y Andalucía a las grandes ciudades. Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao se nutrieron de esta mano de obra que quería prosperar y mandar dinero a casa. Allí encontraron trabajos de sirvientas, conserjes, camareros, etc… Todos ellos trabajos muy dignos, pero poco remunerados. Muchos de ellos estudiaron y se formaron para conseguir trabajos de mayor cualificación. Por fin, los hijos de los hijos pudieron ir al colegio. Eran unos mimados que ni tenían que ir a trabajar, ni tenían que separarse de sus padres.

Llegó la democracia, y los nietos de aquellos que pasaron la guerra, y sobrevivieron al hambre, pudieron estudiar una carrera. Unos lo hicieron y otros no, pero casi todos tuvieron la oportunidad. Esta fue una de las cosas que nos trajo la democracia: estudios para la clase obrera.  Cuando comencé a trabajar en investigación casi todos los jefes eran de clase alta, actualmente provienen de todas las clases sociales. Lo mismo ocurre entre los profesores de universidad. Lo mismo ocurre en muchas otras profesiones. Esto también nos lo trajo la democracia: el acceso al trabajo cualificado para la clase obrera. Conviene no olvidar estas cosas.

Ahora que se habla tanto de memoria histórica, me gustaría que recordáramos a esas dos generaciones que, con su trabajo, con su valentía, con sus vidas, consiguieron que llegáramos hasta aquí, un país moderno.

Digo yo que habrá un hueco para ellos entre la crispación de los nombres de la calles y la tristeza de las cunetas. Una calle, una plaza, un monumento, una placa, un rincón, aunque sea en la memoria.

Muchos están vivos, espero que por mucho tiempo, y asisten consternados al destrozo. A nuestra generación le toca luchar por un futuro al menos igual de bueno que el que heredamos. Nos toca construir, no destruir. Conviene no olvidar estas cosas.

Mujeres valientes, hombres valientes

La Opinión | 1 Comment

1 comentario

Leave a Reply to Anónimo Cancel reply