Lo define la RAE  como “Sentimiento profundo e intenso de repulsa hacia alguien que provoca el deseo de producirle un daño o de que le ocurra alguna desgracia” y como “Aversión o repugnancia violenta hacia una cosa que provoca su rechazo”.

Asistimos a diario a la contemplación de tantas y diversas manifestaciones de odio que nos lleva  a preguntarnos ¿qué está pasando?, ¿por qué todo esto?, ¿es que el mundo se ha vuelto loco?. El odio es inherente a la condición humana porque sirve de estímulo en la lucha por la supervivencia y eso, que debería parecernos tan primitivo, lo tenemos puesto al día en pleno Siglo XXI y produce sonrojo pensar qué hemos hecho para llegar a estos extremos, porque todos hemos contribuido a crear la sociedad que tenemos.

Desde la más tierna infancia el odio forma parte de nuestras vidas. El niño ya en la guardería siente aversión y la manifiesta violentamente contra otro u otros niños; porque está gordo, porque lleva gafas, porque tiene un juguete que le gusta, etc. Luego en los niveles siguientes, la escuela o el instituto, el niño carga con toda crueldad contra quienes demuestran alguna debilidad,  sufren algún defecto físico o quedan rezagados  en el desarrollo de las actividades.

Estas manifestaciones de  odio que se generan en la infancia nos van a acompañar de una u otra manera a lo largo de nuestras vidas y solo la madurez, precedida por una buena educación y  sólida formación, puede contrarrestarlas con virtudes tales como la comprensión, el diálogo, la caridad y la solidaridad.

A lo largo de nuestras vidas asistimos a diario a bochornosos espectáculos de odio y violencia en el deporte, en la política, en la religión y en la sociedad en general.  Los recintos deportivos se han convertido en campos de batalla de forofos violentos de los equipos en lid y de otros que aprovechan la circunstancia para provocar la violencia por la violencia, sin más ideal o justificación. El suceso vergonzante ocurrido en Mallorca donde un grupo de padres la ha emprendido a palos contra otro grupo por un incidente mínimo entre dos niños de equipos contrarios, es un claro ejemplo de que el odio ha invadido nuestras vidas y lo llevamos a flor de piel.

La política, considerada como una manera de ejercer el poder con la intención de resolver o minimizar el choque entre los intereses encontrados que se producen dentro de una sociedad,  es por definición el lugar del diálogo, de la reflexión y del entendimiento en aras a dar satisfacción a las necesidades de la sociedad.  Sin embargo vemos como cada día intereses personales y a veces espurios se anteponen al  bien general por rencillas históricas u odios de raíz ideológica. La carga de odio con la que actúa Podemos y los sectores más extremos de la izquierda española así como el nacionalismo, denotan que buena parte de nuestra clase política está invalidada para ejercer dignamente su función, aunque es cierto que se encuentra bien alimentada por una parte de la sociedad en la que el odio y el desprecio a lo ajeno son sus signos de identidad.

Las guerras de religión parecen  no acabarse nunca. Ya desde Turquía lo anunciaban días atrás. El enfrentamiento histórico de la cruz y la media luna debería haber terminado por la misma evolución de las sociedades cristiana y musulmana. No ha sido así porque el Islam mantiene  a sus seguidores en plena Edad Media y en ocasiones, la actitud y comportamiento de la colonizadora sociedad occidental cristiana en una sociedad feudal trasnochada  ha sido el detonante de una ola de violencia fomentada por el odio que unos cuantos iluminados han sido capaces de trasmitir a una  sociedad cerrada, sometida, poco formada y con un porvenir incierto en un mundo globalizado.

La actitud del  “Ayatolá” Iglesias  pregonando la “yijah” contra el cristianismo hispano no se entiende sino como el odio de un dictador comunista que pretende ,en su concepto totalitario de la sociedad, eliminar todo cuanto ideológicamente o de organización social pueda hacer sombra a su proyecto, sin percatarse de que otros antes que él ya lo intentaron hace ahora un siglo y en este país pocos años después, con el resultado que ahora puede comprobar en su lucha contra la misa del domingo en” La 2”. Pero aparte de este odio intrínseco que la extrema izquierda  profesa a los valores mundialmente reconocidos, religión, patria, justicia etc. en el caso de Podemos cabe pensar que es una  “yijah” impuesta por quienes alimentan sus arcas desde la teocracia iraní , a los que deben sumisión y respeto; no se entiende de otra forma que la segunda del “ayatolá” Iglesias aparezca en el Congreso con el velo musulmán y una pancarta invitando a permitir el velo y prohibir la misa.

En la sociedad progresista, moderna y egoísta, el odio es la manifestación más clara del individualismo llevado al límite, del desprecio por lo ajeno, de la envidia, de la negación del orden establecido, de la ruptura de las células básicas y tradicionales de nuestra sociedad. Se odia a España, al idioma,  a los símbolos, himno, bandera, monarquía, a la Constitución, a las fuerzas de orden público, al ejército, a todo aquello que consideran caduco y obsoleto un grupo de neofascistas, que suenan más que por lo que son,  por el ruido que hacen y por la cobertura mediática donde se genera la basura del todo vale. El odio se enseñorea de la sociedad, desde las familias hasta el Parlamento y si no encontramos el remedio, la vida en este país a la vuelta de unos años va a ser muy difícil; basta ver cómo crece el populismo y basta pensar cómo va a reaccionar el colectivo de inmigrantes una vez que las segundas y terceras generaciones asienten sus reales en esta vieja  piel de toro. Este es el periodo  más largo de la historia en que los españoles hemos pasado sin liarnos a mamporros entre nosotros. Da la impresión de que los echamos de menos. Dicen que los pueblos que no aprenden de su historia están condenados a repetirla. ¿lo dirían por nosotros?.

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¿Por qué tanto odio?

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