Ante la tesitura del desgobierno, o del eterno gobierno en funciones, parece que no hay nada que hacer, y suele ser síntoma de catástrofe el dejar pensar demasiado a las mentes gobernantes. Ante tal regencia transitoria del Ejecutivo, o cruzada de brazos, excelsas y sesudas mentes públicas intentan malgastar su tiempo, y por ende, el nuestro, lanzando novedosas y absurdas propuestas, con lo que me pregunto si no estaremos asistiendo al regreso del Teatro del Absurdo o del no-sentido, con nuevos guiones bajo el formato anodino de iniciativas normativas. Faire des bêtises, que diría un francés, y es que la incoherencia, el disparate y lo ilógico son caracteres definitorios de este tipo de arte escénica propia de la década de los cincuenta, que bien podríamos extrapolar a ciertas iniciativas legislativas actuales.

A modo de ejemplo, la DGT estudia suprimir del examen práctico de conducir el otrora obligadísimo aparcamiento, para aquellos examinandos que opten por un permiso restringido para la conducción exclusiva de vehículos dotados de sistema de aparcamiento asistido. ¿Qué pasará cuando el feliz aspirante obtenga su licencia y un día se olvide del park asisst y pretenda conducir en plan rollo retro la tartana paterna, que ni tan siquiera cuenta con dirección asistida?

Es posible que, de prosperar la iniciativa, empecemos a ver más a menudo vehículos aparcados encima de la acera o dentro de una cafetería. Dado que como muchos vehículos nuevos incorporan el llamado sistema de estacionamiento asistido, pues para qué enseñar a aparcar y menos aún exigir su correcta ejecución en el examen. Yo recuerdo haber aparcado el día del examen sin herniarme, vamos, el examinador de turno me indicó que aparcase cuando pudiera y donde quisiera y eso hice, aparcar en un gran hueco en el que cabíamos el arriba firmante y tres vehículos más. Lo hice correctamente, a pesar de que contar con excesivo hueco a veces produce el efecto contrario al deseado, esto es, terminar aparcando como la Superabuela.

Total, de qué sirve aparcar si nada más que se trata de una de las maniobras más frecuentes en las vías urbanas. Adiós al ojo escrutador del examinador.

Siguiendo con la inventiva disparatada, a alguna otra lumbrera municipal se le ha ocurrido en Valencia –feudo de Rita Farolas, como allí se la conoce- ponerle faldas a los semáforos, al socaire de una pretendida paridad, conmemorando de esta textil manera la efeméride del Día Internacional de la Mujer. Sinceramente, creo que las féminas hubieran preferido cualquier otra medida, gesto o moción más práctica, como la equiparación salarial, la conciliación, la lucha contra la feminización de la pobreza, la escasa presencia de mujeres en la nomenclatura de los centros educativos o, en definitiva, cualquier otra proposición tendente a erradicar la desigualdad en cualquiera de sus modalidades: de género, económica, de tiempo y de oportunidades. Ya puestos.

Ya me veo yo a la afable abuelita valenciana preguntando a los transeúntes si puede cruzar con el semáforo para peatones femeninos en verde, ya que ella, por pudor, no lleva falda. Por cierto, ¿qué hay de aquellos que no se signifiquen en ningún bando o en ambos a la vez? Surreal propuesta, aunque desde las filas municipales aseguran que la medida “representa la voluntad inequívoca de avanzar por la senda de la igualdad”. Con faldas y a lo loco. Con un par.

Y es que para igualdad, bien podrían haber tirado de humor inglés, puesto que hablando del absurdo, recuerdo un sketch de mi veneradísimo Benny Hill –quien muy probablemente tampoco hubiera sabido muy bien en qué color cruzar el semáforo valenciano- en cuya secuencia, rodada en un campamento de boy-scouts, vemos que pretende miccionar de urgencia aquel vejete calvo que acompañaba en sus fechorías al bueno de Benny. Ante la disyuntiva de a qué servicios dirigirse –men/women-, Benny Hill saca un tirachinas y con su habitual lengua fuera golpea el letrero de women, despojándolo de la raíz “wo”, con lo que el vejete libidinoso y prostático acaba orinando en el wc de las damas…

Visto lo visto, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que, en cuanto al absurdo se refiere, hemos dado paso de Samuel Beckett a un tal Gabriel Rufián, quien con su apariencia taimada sin duda hizo gala de su apellido en el Congreso, protagonizando un teatrillo absurdo y pretencioso, de comicidad bufonesca. Si estas son las nuevas hordas descastadas, vamos listos. Por favor, señores políticos, déjense de garambainas y desatinos y lean más a Albert Camus, para quien “la comprensión de que la vida es absurda no puede ser un fin, sino un comienzo”.

 

 

 

 

Teatro del absurdo

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