El pasado 20 de enero, en la colina del Capitolio de Washington, tomó posesión Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. La solemnidad de una ceremonia de este tipo invitaba a pensar que se trataba de una transición más. El peso institucional y su protocolo era el de siempre. Las relaciones entre adversarios políticos, suponía otro capítulo del rito americano: la transferencia pacífica del poder. Pero todo terminó cuando se colocó detrás del micrófono. Su primer discurso a la nación y el mundo no fue, como se acostumbra, celebratorio. Fue un ejercicio de nacionalismo, populismo y agresividad. Trump lo explicitó desde el principio: “No es una transferencia de poder de un presidente a otro. Ni siquiera de un partido a otro. Estamos transfiriendo el poder de Washington DC y devolviéndoselo a Vds., el pueblo”. Subrayando repetidamente la división entre la ciudadanía y quienes considera sus enemigos, ya sean la clase política de Washington, la economía internacional o las naciones amigas en cuya defensa EEUU ha colaborado.

El suyo fue un discurso más de campaña, pero con tono más sombrio porque sus palabras eran pronunciadas ahora desde el poder. Describió a EEUU  como una mezcla de la Gran Depresión y Segunda Guerra, y como si en esa guerra el país hubiera sido derrotado. Planteó “reconstruir nuestro país”, dibujando un país devastado y empobrecido, cuya  realidad se contradice, cuando EEUU tiene un record histórico de 75 meses consecutivos de creación de empleos. Al presidente Obama, su predecesor, sí le tocó asumir la presidencia en medio de la crisis económica más grave desde los tiempos de la Gran Depresión. El 20 de enero desde la tribuna donde hablaba Trump y sentado tras él, se despidió de su cargo con 12 millones de empleos creados.  

Trump no fue el líder de todos, ese que busca reparar y cicatrizar heridas. No hubo empatía en sus palabras, rara vez la tiene y menos aún compasión. A ratos sonaba amenazador y como verdadero tirano, a veces cruel. Este multimillonario hizo gala de su narcisismo, resultando revelador que en su intervención no haya citado absolutamente a  nadie relevante en la historia del país al que tanto ama. No encontró a ningún presidente, filósofo, pensador, investigador o político para tomar prestada una cita o una idea. Solo Trump como perfecto adanista, con el empieza y acaba la historia de los EEUU. Está regido por la imprevisibilidad, creyente en la intuición como valor supremo. De su discurso se desprende que, en los próximos cuatro años el mundo debe prepararse para atravesar tiempos difíciles  llenos de turbulencias y actitudes tan hostiles como imprevisibles.

El escritor y articulista Antonio Navalón entiende que: “El discurso de investidura de Trump no dejó lugar a dudas: su oferta es rencor, terror y odio. Quiere terminar con la “masacre estadounidense”, pero no explica quién es el responsable de la misma. Anuncia además que su arma termonuclear serán sus tuits, que serán los que guíen su actividad política. Ser candidato sin filtros le funcionó en las elecciones, pero ahora lo que está en juego es distinto. Y continua Navalón: “si continúa con sus comentarios ofensivos e insultantes, racistas y misóginos ¿a qué espera Twitter para cerrarle la cuenta personal, siguiendo la política de esa red social? ¿Y qué hará desde la oficial?”. Recién tomado posesión y en una visita a los Servicios Secretos manifestó “estar en guerra contra los medios” y que los periodistas son “las personas más deshonestas del mundo”. ¡Qué gran ocasión perdió Trump para que no subiera el pan! Debió de recordar que hay factores que siguen siendo indispensables para la democracia, condensados por ejemplo en la famosa frase de Thomas Jefferson según la cual es preferible un régimen de “periódicos sin Gobierno que Gobiernos sin periódicos”.

Trump llega a la Casa Blanca con 70 años y sin experiencia política. Su ruptura con la política exterior y con el establishment de Washington no puede ser más tajante: se ha enemistado con numerosos aliados, ha erosionado el orden internacional y ha ofrecido una increíble ventaja estratégica a Rusia y China. Lo referido a la división de poderes y a los contrapoderes, no entran en el universo de valores e ideas de un personaje capaz de descalificar a los jueces que no le complacen y de culpabilizar a la entera profesión periodística porque no le baila el agua. La victoria de Trump, con tres millones de votos populares menos que Clinton, es un auténtico accidente de la democracia de Estados Unidos. Sus bravuconadas constituyen un peligro para la seguridad de los estadounidenses en el mundo y para sus aliados europeos. Sus apologías de la tortura son estímulo para el terrorismo. Su denuncia de los tratados comerciales es un regalo para China, que ya se dispone a sustituir a Washington en el liderazgo global. Su relativismo político y moral, que le permite parangonar a Merkel con Putin, y los crímenes de la autocracia rusa con los estadounidenses, es una rendición ideológica propia de un presidente antiamericano.

Shlomo Ben Ami, Vicepresidente del Centro Internacional para la Paz y exministro de Asuntos Exteriores en Israel en un artículo reciente comentaba que personas en los Estados Unidos han elogiado a Donald Trump por su presunto realismo. Según ellas el nuevo presidente hará lo que sea bueno para Estados Unidos sin enredarse en espinosos dilemas morales, ni dejarse llevar por algún elevado sentido de la responsabilidad hacia el resto del mundo. Con el astuto pragmatismo de un hombre de negocios, Trump hará a Estados más fuerte y próspero.

“Digámoslo de una vez: esa idea es un engaño.

Es  verdad que Trump  no  se  enredará en  consideraciones  morales. Es precisamente lo que el historiador griego Tucídides definió como un líder inmoral: una persona de “carácter violento” que “conquista a los hombres engañándolos” y explotando “sus emociones y sus rabias”. Pero la inmoralidad no es un aspecto ni deseable ni necesario del realismo (Tucídides mismo era un realista ético). Y nada indica que Trump tenga alguna  de las otras cualidades de un realista que sus simpatizantes le ven. ¿Cómo es posible imaginarse a alguien orgullosamente impredecible y profundamente desinformado como Trump ejecutando grandes esquemas estratégicos, como la realpolitik? Trump es la persona más anárquica, caprichosa e incoherente que jamás haya ocupado la Casa Blanca y no tendrá otro asesoramiento que el de un gabinete lleno de negociantes multimillonarios como él, obsesionados con el logro de intereses inmediatos calculables, y para quienes desprenderse de aliados puede parecer una forma fácil de agilizar la toma de decisiones. 

Nadie sabe hacia dónde conducirá el rumbo desenfrenado que ha tomado el nuevo inquilino de la Casa Blanca, pero no será un lugar placentero. El problema no es su imprevisibilidad, su carácter errático, e incluso su ignorancia enciclopédica sobre asuntos internacionales, sino que el percance y la colisión están garantizados a la vista de los primeros pasos emprendidos. La actual tensión internacional no tiene precedentes. Europa se encuentra por primera vez en su historia con la extraña inversión de su alianza con Estados Unidos. El socio que la liberó del nazismo, la defendió de la amenaza soviética y promovió su unidad y ampliación, de repente quiere verla destruida.

Esto es un motivo suficiente para que los europeos reaccionemos y nos rebelemos. Si no es ahora ¿Cuándo?

 

El nuevo inquilino de la Casa Blanca

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