En la llamada crisis de los refugiados, cobran un especial relieve los niños, habitual colectivo indefenso y débil que sufre en mayor medida los desmanes de los adultos. Una conocida ONG ha cifrado en veintiséis mil, con m de miseria, el número de menores que llegaron durante 2014 a Europa en busca de una nueva vida, una esperanza que se va truncando tan pronto inician su ansiado viaje para intentar acceder al viejo continente a través de la puerta griega. Muchos de estos menores viajan solos, sin nadie a su cargo, sin una mano adulta a la que asirse.

Sirios, argelinos, y marroquíes, mayoritariamente, deambulan con miradas tristes y caras sucias, huellas claras de la fatiga, y se arraciman en tiendas de campaña, macilentas y agujereadas, que se transforman en improvisados salones de juegos. Fuera, el sonido de metralla se va haciendo cada vez más familiar y cercano, aunque el Sr. Kalashnikov nunca podrá sustituir a Mr. Potato.

Otro dato escalofriante es el que marca un informe de Europol: se estima que diez mil niños que viajaban solos, con la única compañía del hambre, el frío y la esperanza, han desaparecido. Se pierden por el angosto camino. Mientras tanto, los traficantes de ganado humano hacen su mísero agosto transportando polizones trashumantes, desde Turquía a la República Helénica, desde Macedonia a Serbia, atravesando incluso los peligrosos Balcanes, a razón de ochocientos euros el pasaje al infierno. Demencial.

Mención especial, cual premio, merece la reciente y desoladora imagen televisiva de un pobre niño atrapado bajo los escombros en Alepo, o lo que queda de ella, tras el último bombardeo sirio-ruso, y que afortunadamente ha podido ser rescatado, lo que constata que los menores se convierten muy directamente en víctimas del conflicto armado, que no entiende de edades. Los gritos desgarradores y la cara ensangrentada de este pequeño superviviente contrastan con el gris polvoriento del esqueleto de ciudad en que se ha convertido Alepo, una sombra de estructuras derruidas en la que el único color que actúa como antítesis es el rojo plasmático de la sangre vertida.

Otra imagen que todavía restalla en nuestras retinas es la del trágico desembarco del niño kurdo en las costas de Turquía, a quien las olas mecieron hasta su muerte en la orilla de la playa. Todo drama tiene una cara y un nombre, y en este caso su nombre era Aylan.

El niño que no juega no es niño, decía Pablo Neruda, pero la realidad del éxodo ha transformado la huida en un peligroso juego de guerra. A pesar de que las imágenes dan la vuelta al mundo, a veces, lamentablemente, con el tratamiento periodístico de mera anécdota diaria, aquí nadie hace casi nada por protegerlos, y sin duda, mientras dure el conflicto armado, seguiremos desayunándonos con desgracias infantiles a cual más cruda, y ahondaremos en la sensación de vacío en el estómago y del nudo en la garganta.

La infancia no está pensada para acabar en la orilla del mar o sepultado bajo un muro, y los niños, parafraseando a JFK, son el recurso más importante del mundo y la mejor esperanza del futuro. Si estas traumáticas experiencias marcarán sin duda a estos pequeños apátridas, ¿qué enseñanzas les estamos dando? Nadie parece pensar en que lo que le demos a los niños, los niños darán a la sociedad.

Éxodo infantil

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