Un grupo de niños jugando al fútbol es una escena universal e inmutable. No importa dónde estemos, en qué continente o en qué clase social. La pelota puede ser más o menos buena y los pies pueden llevar o no zapatos, pero el argumento es siempre el mismo.

Los niños de la barriada de Sidi Moumen no eran diferentes. Por eso, cuando el escritor Mahi Binebine llegó allí poco después de los atentados del año 2003 en Casablanca, vio un grupo de ellos jugando al fútbol. Puede que ese contraste entre la dura realidad de los catorce asesinos suicidas salidos de aquel barrio y la de esos otros niños inocentes peleando por su infancia fuera parte del germen de esa gran novela que es Los caballos de Dios.  En su versión francesa el libro lleva por título el nombre del ficticio equipo de fútbol que, unos años antes, los suicidas habrían llamado Las estrellas de Sidi Moumen.

Estamos acostumbrados a que en muchos libros de literatura árabe nos hablen del penetrante olor de las especias.  En Sidi Moumen el penetrante olor es el de la basura donde los niños rebuscan y aprenden a someterse al orden jerárquico de la miseria organizada. No hay nada en el libro que sobre, nada que deje indiferente. Después de cada capítulo hay que cerrar el libro, inspirar profundamente y buscar algo de paz interior. Se lee despacio y, sin embargo, dura poco. Ayer lo terminé.

Hoy es el día mundial del refugiado. Cuando me levanté esta mañana estaban hablando de ello en el telediario de la primera de TVE. Allí estaban otra vez las estrellas de Sidi Moumen disputándole los trozos de carne podrida a las nubes de moscas de un vertedero. Allí estaba la madre con los tres hijos, como un pilar inamovible de dignidad frente a la apisonadora del hambre y la mugre. A veces toda la dignidad del mundo se concentra en una mirada.

Según Naciones Unidas más de 65 millones de personas se han convertido en refugiados en el último año. Las personas huyen de sus hogares porque no reciben ayuda en sus lugares de origen. No sé qué podemos hacer. Las manifestaciones no parecen dar frutos. Comienzo a pensar en que todo puede cambiar a base de acciones personales, de granos de arena. La fuerza más poderosa es aquella que está en tus manos. La palma de tus manos puede abarcar el infinito.

De camino al trabajo he visto, como muchos otros días, a Jose, al que conocí hace ahora un año el día del funeral de Iris. En la iglesia estuvo detrás, de pie. Era imposible no fijarse en él. Desentonaba tanto como una monja en una discoteca. Jose es tan delgado como si le hubiese pasado por encima el virus del SIDA, tan moreno como si nunca hubiera estado bajo techo. Tiene el pelo ralo y mugriento. Malvive como gorrilla. Es uno de los muchos que echan de menos a Iris. También la echan de menos en Cáritas, donde acudía para ayudar a las familias más desfavorecidas de esta ciudad. La echan de menos en el Banco de Alimentos donde colaboraba en las campañas de recogida de alimentos. La echan de menos en Cruz Roja, donde su padre la hizo socia al nacer, y donde muchos años después la convirtieron en “la mujer más feliz del mundo” al sorprenderla con un homenaje en el centro de Albacete. Sobre todo, la echan de menos sus hijos, su familia.

Iris era eso: granos de arena, momentos de protección.

Como los de mi amigo Francisco Molina que llevó a los niños de Senegal equipaciones de fútbol donadas por el Albacete Balompié para vestir a estrellas.

Como los del escritor Mahi Binebine que viajó a Casablanca, se documentó y escribió este gran relato. Luego, con el dinero conseguido gracias al libro, y la película que se hizo después, creó el centro cultural de Las estrellas de Sidi Moumen en aquella barriada de chabolas. Él y el director de la película, pretenden crear más centros culturales en otras zonas deprimidas de Marruecos. “Para que esos jóvenes sepan que no les olvidamos en las mezquitas de los garajes donde los barbudos les lavan el cerebro”, dice Binebine. «El único medio para salvarles es la educación», añade.

Granos de arena que hacen un mundo nuevo.

Para ver el mundo en un grano de arena

 y el cielo en una flor silvestre,

abarca el infinito en la palma de la mano

 y la eternidad en una hora.

                                          William Blake.

 

Granos de arena para un mundo nuevo

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