Bautizando este artículo como la célebre película de Sam Peckinpah, y ante el hastío político generalizado y esperpéntico al que asistimos a diario, a este plumilla no le queda más remedio que intentar evadirse de tan chabacano espectáculo, a fin de no sucumbir a la actualidad y convertirse en un lémur frente al televisor o sufrir un cólico miserere. Para ello, nada mejor que, por ejemplo, una escapadita rural al abrigo del crepitar de la chimenea, lejos del mundanal ruido, como alternativa a meter la cabeza en el suelo y esperar a que pase una década.

No se compliquen, la opción tampoco requiere de más provisiones que ataviarse con un cargamento de películas, piñas y leños que arderán cual pira medieval ante nuestros ojos, visión azulada que ya de por sí tiene el placentero efecto de sumergirnos en un estado de embotamiento agradable y comatoso.

No conviene olvidar ejercitar el noble arte de la conversación con los lugareños del terruño, tertulianos de casino y palillo al diente cuyos variados y dispares temas de palique y su sentido común nos alejarán, más si cabe, del éxtasis político y judicial habituales, cuyos ecos, a veces, ni tan siquiera llegan a determinados lares, afortunadamente.

Y es que “se viaja no para buscar el destino, sino para huir de donde se parte”, decía acertadamente Unamuno.

Otra alternativa huidiza al aquelarre rural pudiera consistir en aferrarse al lomo de cualquier libro de Jonathan Franzen –el mejor novelista americano de esta década- y sumergirse, con puro realismo, en las vicisitudes de las familias disfuncionales y desestructuradas del Medio Oeste americano. Y es que para sentirse uno realmente mejor no hay nada como leer las disparatadas vidas de los demás, lo que nos reconforta al comprobar que la nuestra suele ser más simple, básica incluso. Si me admiten otra sugerencia literaria, la tetralogía de Elena Ferrante les mantendrá, sin duda, ocupados y absortos.

Si sumamos ambas propuestas, es decir, la escapada rural –o la escapada, a secas- y la lectura o el visionado de películas o series de calidad, es posible que alcancemos incluso el clímax y huyamos con acierto de la habitual languidez.

Hay gente que opina que deberíamos vivir al menos tres vidas, la propia y dos más para leer y ver cine exclusivamente. Háganme caso y no se dejen embobar por un seguimiento cuasi online del noticiero patrio, con sus pseudo debates, nada sesudos y faltones, sus sondeos y gráficos, ni por el desfile variopinto parlamentario, ni bailen tampoco al son de Els Segadors, por favor, que debe ser como Paquito el Chocolatero pero a lo catalán, visto el frenesí y desmelene que provoca.

Sean rebeldes al tedio y sean creativos, no pasen a engrosar los índices del share de aquellas cadenas que, veinticinco horas al día, se empeñan con su sonsonete televisivo en desmenuzar datos y ratios de temas que, bien mirado, no nos importan tanto, puesto que lo importante, normalmente, se encuentra en frascos pequeños y se administra en pequeñas dosis. Y en lo personal, se suele circunscribir a nuestro entorno más cercano.

Tiren de imaginación y huyan porque, sin duda, otro país, otra vida, son posibles a la que pretenden vendernos o sobre la cual se empeñan en construir sus interesados cimientos.

La huida

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