La razón, la dignidad, la credibilidad y muchas cosas más, suelen ganarse con la verdad, la decencia, la negación del disparate, el raciocinio, sin falsas complacencias para aturdir el más estricto sentido común. Últimamente eso de la verdad y la razón parecen estar en crisis. No es la primera vez que ocurre. Lo peor es que cuando quienes pretenden venderla como algo necesario, pierden las formas y sólo tratan de imponer su razón quebrada y mal oliente.

Algo hay en el ambiente, que, además de un tiempo raro algunos días (meteorológicamente hablando) nos tiene confundidos a todos. Ahí tenemos toda esa violencia gratuita e incalificable, de hechos terribles, sólo porque casi siempre, detrás del terrorista que se inmola, hay algún cobarde que durante mucho tiempo le ha bombardeado el cerebro y la personalidad, en aras de una sinrazón que el mundo no puede aceptar. Ni siquiera el suyo. Ni su muerte programada por una causa incomprensible. Mucho menos para los familiares de las víctimas y de millones de personas de todo el mundo.

Ese plano de una supuesta verdad, radicalizado, ni tiene parangón, ni ejemplos que lo justifiquen. Si se hiciera, no sólo sería injusto, sino que quien pretendiera hacerlo, entraría de lleno en una actitud canalla.

Los pueblos, las naciones, con sus defectos y virtudes, tienen la gran responsabilidad de seguir adelante, sumando, salvando obstáculos de la mejor posible. La historia de unos y otros no ha sido fácil ni gratuita. No hay nada, ni nadie, capacitado para poner en juego, caprichosamente, la vida de las personas. Todos, ideologías, costumbres, religiones, están condenados a entenderse. Sí, ya sé que eso puede sonar sólo a lección filosófica práctica. Pero es así.

Todo lo sucedido recientemente  en París, Bruselas, ahora Niza, Siria, Estados Unidos, Turquía, Portugal, España, en otros tiempos, son hechos que de una u otra manera unen a las naciones. Al menos, así debiera ocurrir. El zarpazo de la violencia, terrorista o no, nunca debe ser obstáculo,  para que el mundo intente ir unido contra esa barbarie y sinrazón. Nos jugamos demasiado.

En todo esto, además de las ideas, también cuentan los políticos, muchos de los cuales sólo tienen la fijación del poder, con una verdad escondida muy pícara en la que no creen ni siquiera el espejo al que se lo cuentan.

La razón no debe adornarse con flores mustias o pañitos bordados. La razón debe estar por encima de caprichotes y orgullos doloridos. Y eso es lo que estamos esperando los españoles, que entren en razón y rompan el jarrón del rincón de pensar para que al fin la estancia nacional tenga un aspecto mucho más vivo y actual. Sin ataduras ni pretensiones banales. Es lo que toca.

Mientras tanto, defendamos la libertad de nuestros países,  estrechando primero nuestros propios lazos, sin que nada ni nadie aproveche la diversidad geográfica, cultural y costumbrista, para lanzarse a aventuras indeseables e imposibles, vendiendo humo y fantasía y perdiendo la razón justa y el oremus, que decían antes.

 

 

 

La razón perdida

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