Probadas razones de índole económico y tecnológico, así como los resultados obtenidos a modo de experimento en ciertas zonas de EEUU y Suecia, han demostrado que gozar de fines de semana de tres días mejoraría sensiblemente nuestra calidad de vida y la del planeta, con lo cual el asunto no es baladí y se torna interesante su debate, abierto hace tiempo pero estancado y sin visos de progreso.

Mientras que en España lo que se lleva es echar horas como locos, con independencia del rendimiento y de factores medioambientales, en otros lares les ha dado por algo que llaman racionalizar y se ha constatado que la reducción del número horas de trabajo o una mejor redistribución de las mismas no sólo mejoraría la vida social y familiar de los trabajadores, sino que además contribuiría, y mucho, a la mejora general del planeta, con una reducción del consumo de energía o evitando millones de somnolientos desplazamientos, así como el coste gaseoso del efecto invernadero. Algo que ha conseguido poner de acuerdo a antropólogos y a economistas no parece que debamos desdeñarlo.

El estado de Utah amplió la jornada laboral de lunes a jueves permitiendo un descanso de tres días íntegros y en tan sólo diez meses la factura eléctrica descendió en 1,8 millones de dólares y se evitaron 12.000 toneladas de CO2. Es decir, la jornada de cuatro días conllevó las mismas horas, distinta distribución, mejores ratios medioambientales y una notable felicidad laboral y personal. No es ningún secreto que la salud mental y la salud física, el ocio, la familia y cierta vida social, entre otros quehaceres mundanos, también requieren de tiempo, que es necesario sustraer al tiempo laboral.

En el caso contrario, nos encontramos con la clase política, que trabaja a lo sumo tres días a la semana y descansa del ímprobo esfuerzo durante los cuatro restantes.

También en Suecia, como digo, se llevó a cabo el experimento en determinados centros de trabajo y se logró un descenso de enfermedades y un incremento de la productividad. Quizá por ello hasta el más gourmet ha probado las sospechosas albóndigas de Ikea.

Evidentemente, el cambio derivado por la innovación debe ir acompañado de un cambio en la mentalidad y como la iniciativa no va a partir de los gobiernos o de los patronos, se echa en falta una mayor virulencia reivindicativa de las asociaciones, fundaciones y de los movimientos sociales, que en ocasiones malgastan todo su potencial en banales y estériles proclamas.

Mientras escribo esta columna pienso en tanto currito que trabaja en grandes superficies comerciales y que a día de hoy únicamente cuenta con el domingo como día de asueto, descanso a todas luces insuficiente y al que se suma el no menos perjudicial horario diario criminal. Ora et labora, como decían los benedictinos.

En esto del horario laboral hay mucha hipocresía y mucha tontuna. Convendrán conmigo en que conocen a gente que trabaja o realiza funciones que no sirven absolutamente para nada y que, no obstante, les consume la gran mayor parte del día e incluso buena parte del fin de semana, mientras dedican horas superfluas y vacuas al presentismo, esto es, a hacer mero acto de presencia cual ninot. Tal práctica todavía se confunde con la eficacia o eficiencia, cuando la realidad es que se traduce en continuos bostezos frente al teclado y supone un claro descenso vertiginoso de la curva del rendimiento.

No hay nada peor que un tonto con un reglamento en la mano, en este caso, laboral. O con un reloj. Y como no nos fiamos de la mitad de la cuadrilla, andamos controlando entradas y salidas mediante huella digital. Hasta aquí llega, de momento, nuestra iniciativa en materia de innovación y horarios de trabajo. O el absurdo y comprobadamente ineficaz cambio de horario verano-invierno.

Resulta obvio que no todo es siempre culpa de los gobernantes y empresarios, también existe mucho memo en el trabajo al que le va la vida en ello, porque sólo tiene esa, o porque piensa que va a heredar la empresa o la administración pública en la se desangra. Para todos estos, mi más profunda y sonora repulsa. También los hay que son –o eso se creen- tan rematadamente buenos para el trabajo que realmente no sirven para otra cosa, ignorando que de ser el empleado del mes al deprimido del año tan sólo hay un paso, según un reciente estudio de la Universidad de Duke, que alerta de los peligros del acuñado “burnout”.

La Santa Madre Teresa de Calcuta -rara avis- decía que no podía parar de trabajar, puesto que ya tendría toda la eternidad para descansar. Tampoco es eso, mujer. De hecho, hasta el sempiterno candidato Rajoy, que ya gana las elecciones por inercia y no necesita, por tanto, cumplir promesa electoral alguna, anunciaba tímidamente hace algún tiempo que implantaría la finalización de la jornada laboral a las seis de la tarde, compromiso que ni se tomará la molestia siquiera de plantear.

El trabajo como concepto no debe ser algo excesivamente bueno cuando es necesario que nos paguen para que lo hagamos. Para Oscar Wilde, era “el refugio de todo aquel que no tenía nada que hacer”. Yo lo tuve claro y siempre pretendí dedicarme, a falta de mayores vocaciones, a algo que implicase trabajar poco y ganar mucho, de ahí que me hiciera abogado (risas enlatadas).

Para ser concejal, diputado, presidente autonómico o incluso ministro ni tan siquiera es necesario estudiar, mientras que yo al menos anhelaba cultivarme y dar a cambio cierto esfuerzo. No obstante, el tiro me salió por la culata puesto que trabajo como todos y no gano tanto (más risas). Todas estas sesudas reflexiones quizá se sustenten en el disfrute de la Feria, que a todos nos relaja en exceso.

Incluso del trabajo.

Semana laboral

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