Me levanté radiante, muy descansado. Ducha fría, estimulante. Después del completo desayuno-almuerzo, que gocé, disfrutándolo, despacio, como me gustaba hacer en la vida, para saborear todo lo que se me había dado y había logrado, paseé por un parque cercano. La temperatura, con los rayos del sol filtrándose entre las ramas de los cuidados árboles que anunciaban el próximo otoño, muy agradable. Me sentía un privilegiado por donde estaba y, sobre todo, por el camino que había elegido en mi vida. El parque estaba recién regado.  Saludé a los jardineros, agradeciéndoles su trabajo, pues gracias a ellos pude oler las flores y la tierra mojada; olía a verde y  a vida, a llena vida. Sin viento. Me crucé con una ardilla; nos miramos sorprendidos, yo más que ella, pues estaba acostumbrada a ver más humanos que yo ardillas. Algunas personas paseaban a sus perros o al revés. En un kiosko de prensa del ayuntamiento de la ciudad, cogí temporalmente, además gratis, un periódico local. Me agradó ver una foto mía. Me uní a un grupo heterogéneo de lectores, aunque abundaban los de más edad y hombres, del género masculino, para que nos entendamos. Hasta habían dispuesto, entre sombras, mesitas y butacas para esta actividad. Pensé que era una buena inversión para los impuestos que se pagaban.  Volví del paseo, acompañado por una gran bandada de palomas, que abanicaron mi pelo cogido en coleta, tan cerca que parecían advertirme que ese espacio, más que del ayuntamiento, era de ellas. Me eché una buena siesta.

Había pasado yo solo la mañana, hablando conmigo mismo y yo solo presentía lo que iba a pasar con mi cita de la tarde; sabía que sería especial, tenía la sensación de que también sería la última. No lo deseaba, pero lo intuía. Tampoco me importaba, era parte del juego. Delegué para que alguien, en mi nombre, me eligiese pareja, pues era una cita a ciegas. Sabía que ese alguien no me iba a fallar; elegiría la mejor pareja para el mejor baile de mi vida.

Me vestí despacio, elegante, con mucho ceremonial. Seguí con mi diálogo introspectivo. Era feliz. Iba flotando al lugar de la cita. Creo que oía música, no lo puedo asegurar, una música que me había acompañado tantas veces. Seguí concentrado. También creo que oía personas, tampoco lo puedo asegurar. El ambiente invitaba al encuentro. El escenario era ideal. Expectante. Por favor, que sea mi mejor cita, que sea inolvidable en esta tarde tan especial.

Y empezó el baile. Enseguida nos acoplamos mi pareja y yo. Comenzamos la liturgia. Bastaba una mirada entre los dos, un gesto,  y los pasos eran un arte; largos y profundos. No deseaba que acabase nunca. La expresión de nuestros cuerpos, indicaban lo que sentíamos. Exploramos caminos y sacamos nuestros sentimientos personales; los dos nos exigíamos más y mejor. Era conmovedor, la más bella de las artes. Éramos soberanos. Nos reconocimos mutuamente  la capacidad de hacer prodigios; taumaturgia, en definitiva. Estábamos haciendo una obra, en sentido total, que se recordaría siempre. No necesitábamos la música, pero la había, así como la admiración de las personas que gozaban, que la sentía, por esa comunión sagrada con mi pareja. Nos dábamos pausa y pausas. Eran como pasos de ballet de dos privilegiados acoplados. Los dos nos miramos embelesados; sabíamos cómo y cuándo terminaría nuestro baile; no fatalmente, sino consecuentemente; por consiguiente, que diría un famoso sevillano.

Llegó el momento y cité a Bailaor, mi pareja. No hubo que decirle como tenía que ponerse, lo sabía. Él tenía fuerza para acudir a la cita, recibiendo, que era la suerte más primitiva. Mi mano derecha pegada al pecho, el codo a la altura de éste. Los dos ocultamos nuestros instrumentos, aunque yo me situé en prolongación del suyo derecho. El momento de la cita, yo la inicié con un amago de ir hacia mi pareja, ella vino hacia mí, al encuentro. Sus ojos no reflejaban miedo, sino la alegría del baile supremo que habíamos ejecutado, tampoco ira  u odio. En una fracción de segundo, se levantó el único viento del día, que ondeó la muleta que tenía en mi mano izquierda ligeramente doblada, destapándome. En ese momento, en los ojos de Bailaor leí, además,  un “perdón” y un “te perdono”, como un espejo de lo que decían los míos. También un “espérame o te espero”, lo mismo que yo escribí en mis ojos, pues la danza tenía que terminar en una apoteosis final, juntos, y juntos deberíamos abandonar el lugar del rito, convertido en un altar. Nuestros instrumentos encontraron certeramente el destino de su destino. Con ello terminaba la liturgia. El ¡oh! de miles de personas fue la fórmula sagrada para el despegue juntos.  Acabó la música, se acallaron las voces. Concluyó el auto sacramental. El ballet acabó mágicamente, como debía de ser. Nuestros cuerpos juntos. Una ráfaga de tiempo me permitió saber que así fue. Y partimos juntos para la gloria.

 

Últimas citas – Bailaor

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