No hace mucho tiempo, alguien que observa de cerca el declive de los pueblos de nuestro entorno me comentaba que el fallecimiento de los abuelos que han resistido en el pueblo sin emigrar a los lugares donde sus hijos encontraron  el medio de vida y se instalaron, está determinando la afluencia de estos últimos y cada día es más escasa cuando no inexistente.  Ciertamente los abuelos congregaban en torno a ellos a sus descendientes. Bien por visitarlos o por cuidarlos el ir y venir al pueblo era  habitual, fiestas, puentes, fines de semana, vacaciones etc. La falta de los progenitores  ha  hecho  disminuir el flujo y  salvo unos pocos que han establecido en el pueblo su segunda residencia, la gran mayoría acude en contadas ocasiones.

Son generaciones muy numerosas, nacidos en los años previos e inmediatamente  posteriores a la guerra, que ahora están desapareciendo  de forma masiva y esto unido a la escasez de nacimientos  y a la merma de quienes acuden asiduamente al pueblo por una u otra razón está influyendo en la economías locales y determinando en gran parte su modo de vida.

Los pueblos en general y en particular los más pequeños  se han acostumbrado a que la subvención y las prestaciones sociales sean parte importante de sus ingresos, haciendo disminuir el estímulo por emprender actividades o negocios. El gobierno de los pueblos ha pasado de tener la vista puesta en el  desarrollo y prosperidad de los gobernados a pasar a depender únicamente de los intereses del clan. Es curiosa la apatía que se está generando entre los equipos de gobierno de los pueblos en los que solo hay uno, el alcalde, que percibe grandes o medianos estipendios y no hay muchas más ocasiones de percibir o imponer algo. La deserción de ediles es notoria en muchos municipios, dejando al gobierno a capricho de una persona, de memorables o bochornosos comportamientos en función de su capacidad, responsabilidad,  de sus propios intereses o  de los impuestos por el clan.

Esta circunstancia de desgobiernos locales, unida a la anterior de la desaparición de nuestros ascendientes,  disminución de la natalidad y la ausencia de ilusión o estímulo, están ayudando a que día a día, de forma lenta pero continua, los pueblos se van despoblando, las economías debilitándose, los servicios públicos disminuyendo y la vida en general haciéndose más dura.

Por otra parte, los pueblos están muy acostumbrados a que sean los poderes públicos quienes siempre resuelvan el presente y el futuro. Ha habido gobernantes que han dejado preparadas las infraestructuras que deberían dar paso a la generación de riqueza y ahora esas instalaciones, a veces situadas estratégicamente y en manos ya  de sus propietarios, duermen el sueño de quién ha perdido hasta la esperanza. Que gentes de muy lejos tengan que ir a decirles qué es lo que tienen, cuánto es lo que vale y qué pueden hacer con ello, puede ocurrir y de hecho ocurre pero  nadie cree ya en los milagros. Solo los pueblos cuyos gobiernos son buenos gestores y sus vecinos  avispados emprendedores tienen por delante un futuro prometedor. Quienes por lo contrario hacen de la indolencia su modus vivendi no pueden esperar otra cosa que no sea su propia extinción.

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Vida y muerte de los pueblos

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