Enamorados de las andanzas de Don Quijote,  de sus utopías y realidades, la Fuensanta y el Ginés, tanto monta y a una, decidieron revivir alguna de sus hazañas, haciéndolas suyas. Se llegaron, según me cuentan, a la Cueva de Montesinos que toma su nombre del Caballero Montesinos, personaje del Romancero Viejo del siglo XVI, de muy buen porte, según relata la dueña del castillo de Rochafrida, a la que después visitarán, entre  la décima y undécima hora, hora taurina ya que era verano, para llevarle nuevas del Caballero y oír sus suspiros y escuchar su romance.

Cuando llegaron a la Cueva, rodeada de sabinas y encinas, con tierras rojas por su contenido en hierro, todavía estaba libre la entrada sin pagar nada. Tan solo vieron a un lugareño que les alquiló una buena linterna de petaca. Iban provistos de gruesa maroma, no tantos metros como compró Don Quijote, e hicieron una cordada. Apartaron unos cabrahígos, zarzas y maleza con la espada imaginaria y se adentraron en la cueva unos 8 m., no tan profunda como relata Cervantes y con la curva a la mano  contraria que la que  figura en capítulo XXIII, segunda parte, de El Libro. La primera estancia con la que se encontraron  fue la Cueva de Los Arrieros,  pues aquí podían descansar éstos y dar de beber a sus bestias ya que, por debajo, corría el agua. Siguieron andando y llegaron a la Gran Sala, en cuya cúpula había una importante  colonia de quirópteros, protegidos, de cuatro especies, que les dieron la bienvenida con sus gráciles vuelos. Que desilusión, no salieron grajos o cuervos.

El fresquete y la andadura invitaban a soñar. Se apostaron y vieron lo que antaño aquí se encontró: cuchillos y puntas de flecha de sílex del Neolítico, bronces y monedas romanas. Espectaculares las estalactitas o macarrones de la Edad de Bronce y la bóveda polícroma. En la misma cabezadita, no tanto como Don Quijote que, según él, estuvo tres días y hasta dudaba de lo que vivió, por lo que este episodio podía considerarse como apócrifo, “vieron” al lloroso escudero Guadiana del “muerto” Durandarte, convertido en río por piedad del mago  Merlín, así como hizo con las bellas  7 hijas y 2 sobrinas de la señora Ruidera,  convirtiéndolas en lagunas. Asistieron a las mal llamadas bodas de Camacho el rico, a pesar que su bella Quiteria estaba enamorada de Basilio el pobre, que con astucia a la postre casó con ella, mediando Don Quijote a su favor, al que vieron como casamentero diciendo que el amor y la guerra es una misma cosa. Comieron espeto de un novillo con doce lechones cosidos a su alrededor para darle saborcico, amén de liebres y gallinas, vinos y frutas de sartén; las célebres miel sobre hojuelas.

Bien satisfechos, dejaron la cueva y se dirigieron al  Castillo de Rochafrida para llevar la misiva oral del Caballero Montesinos. Este castillo es de origen musulmán, de la tribu berberisca Masmuda, siglos XI y XII, que pasó a manos cristianas después de la batalla de Navas de Tolosa en 1212. Antes de llegar y en la fuente que hay en su entrada, llamada Fontefrida, se encontraron, a manera de guardia suiza pero más bello,  con un pavo real que les impedía el paso, con toda la belleza del abanico policromado desplegado de su cola. Un ejemplar de más de un metro. El Ginés, la antítesis de un machirulo, temeroso, admiró su porte. Agradeció a Alejandro Magno que lo trajese de la India, su ave nacional, no la vaca. Era el ave de Hera, la diosa griega más importante del Olimpo, esposa de Zeus y diosa de las mujeres, por eso custodiaba a la señora de la casa. El Ginés, como digo, casi poliglota, trató de dialogar con él haciendo el sonido del pavo, lo que enfureció más al real, entendiendo que se burlaba de él, avanzando hacia la pareja de manera violenta. Corrieron, saltaron el reguero de la fuente y saltaron a un promontorio, poniéndose a salvo de los 6 kg. del enfurecido pavo. Pasaron por el puente levadizo que hay sobre el río Alarconcillo. Las piedras rústicas que componen las jambas de la portada principal están labradas. Perteneció a la Orden de Santiago y está abandonado desde los Reyes Católicos. Protegido por la Ley 16/1985  sobre Patrimonio Histórico Español, está hecho una ruina, a pesar de la única custodia del pavo real. Conectaron la imaginación.

Sin más contratiempo, se llegaron al  torreón, y escucharon los romances de Rosafrida, dueña del castillo, enamorada del noble Montesinos. De fondo musical se escuchaba un “ud” árabe, al que se le agregó el artículo determinado femenino, “la” (ya entonces en España rebautizábamos), pasando a ser un laúd.  Efectivamente, las almenas eran de oro y las paredes de plata fina, con piedras zafiras entre almenas que relumbran de noche como de día. Se quedaron  hasta media noche para oír sus gritos. Se apaciguó cuando le dieron los recuerdos de su amado. Pero el consuelo le duró poco, pues supo que Montesinos había partido para Francia. La señora les dio unas cartas para entregarlas al amado, cosa que nunca hicieron, en la que decía, para encelarlo, que siete condes la demandan y tres duques de Lombardía. Le prometió 7 castillos pero el Caballero no fue nunca a verla, ni siquiera por Pascua Florida. ¡Ah!, siempre le quedará Paris.

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