A veces, al releer un artículo, creo que he cantinfleado mucho (venga, a mirar el diccionario y dejarlo cerca). Aun así, me digo, sería de gran mérito si se acercase al arte de desarrollarlo como lo hizo el gran Mario Moreno.

No este el caso, pues mi amigo el Ginés me cuenta de cómo fue una tarde cualquiera, primaveral, en la Ribera del Júcar con su inseparable amor, la Fuensanta. Se apañaron para la comida, que no almuerzo, un ajo de mataero, unas atascaburras y un arroz atao con conejo, con su saborcico al humete de la  leña con el que estaba cocinado. Postre, unos panecicos de Hellín en su almíbar, con piñones. Tuvieron que  regarlo con un orujo artesanal de la zona. El sistema del sueño, en forma de modorrilla, que se les presenta mientras van serpenteando con el coche por la fresca ribera del río Júcar.

Se miran y sin preguntarse, asienten y consienten en parar en un mini prado. El lugar es ideal para compartir la siesta, tan fresco. Huele a primavera, a vida. Al apagar el motor del coche, se oyen los pajaricos y el canto del loco río, en esta zona y día anormalmente caudalosillo. Todavía huele al petricor de la lluvia caída por la mañana y que llegaba al coche, invitando a parar y gozar de tantas sensaciones. Evidentemente no se resistieron a este canto de sirenas, en forma de olor, al contrario, agradecidos a la Pachamama que adivinó lo que necesitaban.

Y como la atractiva alfombra de yerba estaba mojadilla, despliegan una buena toalla preparada, dentro de la cajuela, para estos eventos y otros similares.

Pero, al rato de haberse amagado, en la toalla no están solos, llega un niño, por nombre Cupido. Aunque están en sol y sombra, sobra alguna ropa (debe ser el efecto de las atascaburras, dicen, pero no, el culpable es ese niño al que conocen desde hace tiempo).

La música que acompaña se incrementa, es una sinfonía con pocos acordes, que se hace más y más cercana, con nuevos sonidos que acompañan a los pajaricos y al discurrir del agua fluvial. El Ginés nota pellizquicos en su corito tafanario (¿no dije que se tuviese el diccionario a mano?). Se lo hace saber con risas  a la Fuensanta a la que considera autora. Ésta mira hacia arriba y también divertida, muestra al Ginés sus dos manos, como cantando el “cinco lobitos”, preguntándole cómo le va a pellizcar; no tiene más manos.  Pero como los pellizcos siguen, el niño desaparece y el Ginés y la Fuensanta, azorados, sorprendidos, descubren al  que lo ha relevado y que pellizca, no el alma y no es otro que una cabra, acompañado de otras cabras y un rebaño de ovejas que, casualmente, también habían elegido el paradisiaco lugar, pero para otros usos más primarios. Los acompañaba un señor, el pastor, y su perro, también colega pastor, que, divertidos, se habían sentado en un palco preferente.

Prendas de manera agitada a su lugar corpóreo y un protestar de los invitados, llegados para acompañar bucólicamente la siesta. Verbalmente así lo expresó el señor pastor, diciendo  <sigan, sigan, que nosotros estamos muy entretenidos y el ganado come. Cada uno a lo suyo>.

El Ginés y la Fuensanta consideraron que con su acción daban por pagado el acompañamiento musical que habían tenido, recogieron velas y se despidieron de la compaña. Posiblemente luego, pasado el tiempo, con los componentes de cuatro patas, se volverían a ver en forma de queso, chuletas a la brasa o asados al horno, cuando lo que pellizcase fuese el hambre.     

Esplendor en la yerba

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