Anoche circulaba por Facebook la sorprendente noticia de que Belén Esteban es la que más libros vende en España y Kiko Rivera el que vende más discos. Al mismo tiempo las tertulias echaban chispas en relación con el brutal atentado contra dos pacíficas chicas que pedían apoyo para ver el partido de la Selección Española y con otros casos más de ataques indiscriminados a sedes del PP sobre todo en las ciudades y regiones gobernadas por Podemos, en su mayoría con el apoyo del PSOE.

El que los indocumentados, producto de la caja tonta, sean los que atraen la atención de gran parte de los españoles, con un producto a la venta que no es otro que el de sus propias miserias humanas, me lleva a pensar que en muchos aspectos la transición ha sido tiempo perdido. Hemos pasado de la España de la pandereta en la dictadura a la España de la mediocridad y la vulgaridad en la democracia.

El que un grupo de forajidos asalte viviendas, destruya mobiliario urbano y bienes de particulares con la mirada complaciente de las alcaldesas-serpiente; que haya energúmenos que vayan dando palizas a inocentes ante la pasividad de los ciudadanos, que como mucho se limitan a grabarlo en video; que haya bandas organizadas que comparten sede con Partidos independentistas, de extrema izquierda y grupos antisistema que con toda impunidad salgan a la calle a destruir las sedes del enemigo irreconciliable, la derecha, nos traslada a épocas que no conviene olvidar, pero no para recrearlas y repetirlas sino para aprender de ellas.

Algo malo hemos hecho las generaciones de la transición. Recordando las limitaciones  que marcaron nuestra juventud, hicimos mágica la palabra libertad y creímos que era la panacea para todos nuestros males. Dejamos rienda suelta a nuestros hijos para evitarles el trauma que el régimen y el nacionalcatolicismo supuestamente nos produjeron. No reparamos en que vivir en libertad tiene sus límites y por ello no educamos para la libertad sino para su derivada más individualista, el libertinaje.

Fracturamos España para convertirla en taifas  disgregadoras en las que se educa, en unos casos en el odio, en otros en el pasotismo y en todos en el egoísmo, la comodidad, el mínimo esfuerzo, y la ausencia de competencia y estímulo. La buena educación, la urbanidad, el respeto a los demás, la lealtad, la solidaridad y tantos otros valores que heredamos de nuestros padres y abuelos son objeto de chanza en las nuevas generaciones que, como bien se ha dicho, llegaron con el pan bajo el sobaco y creen que todo en esta vida son derechos y  las obligaciones son sinónimo de autoritarismo y represión.

Hemos construido un país  económicamente envidiable y socialmente execrable. Tenemos más autovías que nadie, más “ave” que nadie, el mejor sistema sanitario. A pesar de la crisis somos la duodécima economía mundial –antes fuimos la décima-, hemos sido el mayor destino  de la emigración de hispanoamericanos y magrebíes, después de dos siglos hemos vuelto a ser alguien en la vieja y caduca Europa. A pesar de todo esto, hemos creado una sociedad donde el analfabetismo práctico es nota dominante. Tenemos maestros que no saben hacer una raíz cuadrada y licenciados que dudan de cómo se escribe burro; bachilleres que creen que el Rio Miño es un fenómeno que trae lluvias  y escolares que dibujan un pollo sin plumas colgado en la carnicería como única referencia del animal; los textos catalanes dicen que el Ebro es un rio catalán que nace en tierras foráneas y muchos jóvenes creen que los Picos de Europa están en Francia. No es extraño que tantas carencias como ha producido nuestro sistema educativo haya hecho de las nuevas generaciones carne de cañón, que sigue al que mejor habla, al que mejor canta, al que mejor viste, a los héroes de la telebasura, a las “princesas del pueblo” y a tantos subnormales  que viven del cuento sin dar un palo al agua.

Acostumbrados a esto, no es extraño que reaccionen violentamente cuando su minúsculo mundo se viene abajo y comprueban que fuera de ellos hay vida. Los que fueron educados en el odio separatista solo son capaces de asumir una verdad, la suya. Los que oyeron repetidamente la cantinela de que el capital es malo y los empresarios unos criminales, no pueden pensar en otra cosa que no sea destruirlos. Aquellos a los que se inculcó que la política era cosa de sinvergüenzas y ladrones huyen del sistema y se refugian en el discurso de nuevos profetas vendedores de humo.

El Estado como tal ha desaparecido. Quedó tan disminuido con las transferencias a las CCAA que apenas tiene competencias y las que le quedan son continuamente cuestionadas por la extrema izquierda y los separatistas. Los Gobiernos carecen de autoridad y mendigan en los Tribunales sentencias condenatorias de hechos que nunca debieron trascender a  sus competencias. Los españoles nos hemos vuelto cómodos, indolentes y cobardes; las vemos venir y  las dejamos pasar; la mala fe y la picaresca sacan provecho de ello; esto tiene mala compostura.

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Esto no hay quien lo pare

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