Con independencia de que en EEUU la caza al negro desarmado es tónica habitual, hay semanas en las que, especialmente, la policía yanqui bate récords de salvajismo. En menos de diez días, los frenéticos agentes han abatido a tiros a tres afroamericanos, emulando de esta manera al patizambo de John Wayne, apodado El Duque y notorio chivato anticomunista, quien con una sola mano alardeaba en el celuloide de ser capaz de cargar un rifle.

En USA la policía primero dispara y después pregunta si ya estás muerto o si prefieres que te rematen. Son más brutos que el cirujano plástico de Mickey Rourke. San Diego, Charlotte y Oklahoma son los últimos lugares en los que se ha marcado con una siniestra chincheta negra el mapa de la violencia policial yanqui.

Es relativamente sencillo suicidarse o llamar a la muerte en América, basta con conducir un vehículo algo más rápido de lo habitual o hacer un poco el ganso y ser negro, obviamente. Motivos más que suficientes para que la policía abra ráfagas de fuego sin mayores contemplaciones, aunque el suicida masque chicle con las manos en la nuca o no porte mayor armamento que un tirachinas.

La tension rises se palpa en las calles y todos recordamos la venganza llevada a cabo por los afros contra la policía de Dallas (Texas), donde aún parece que andan en el salvaje oeste. Ojo por ojo y bala por bala.

El Ku Kux Klan ha abandonado su ensotanamiento y sus capirotes y ahora viste de policía. El negro de Oklahoma cometió el delito de que se le estropeara la furgoneta, y en lugar de encontrar la avería lo que encontró fue la muerte. Incluso llegó a permanecer con las manos en alto pero de nada le sirvió, puesto que le fueron bajadas de golpe a balazos. Ellas, por cierto, las policías, también disparan. No hacer caso a las órdenes de los agentes o realizar movimientos sospechosos –prohibido estornudar, por tanto- son causa suficiente para empuñar el arma y dejar seco al negro de turno.

Tal práctica –caza al negro- sirvió para acuñar el término “guanaminos”, gracias al chiste “bwana, a mí no…”, que era lo que vociferaban los africanos al correr delante de un blanco lechoso armado hasta los dientes.

Martin Luther King prefirió seguir el sendero del amor porque “el odio era una carga demasiado pesada de soportar”, aunque a algunos no les pesan las armas. Siempre se ha dicho que no hay nada más peligroso que un mono con dos pistolas y, en este caso, con placa.

Hoy de nada sirven las peregrinas argumentaciones que pretenden justificar lo injustificable porque todo el mundo anda con el móvil en la mano y todo se graba y se difunde en cero coma. Negar la evidencia es síntoma de mentira flagrante, pues ya conocen el consabido “esto no es lo que parece”. En efecto, es peor aún.

En lo que va de año, y según el sangriento y bruno recuento llevado a cabo por The Washington Post, han muerto a manos de la policía gringa 171 personas de color. De color negro, se entiende. Curiosa la sanción en estos casos: suspensión de empleo pero no de sueldo, lo que permite al policía de baja distraerse comprando armas en cualquier supermercado, para entrenarse o matar el tiempo, nunca mejor dicho, puesto que el caso es matar algo. Y es que cosechar maíz resulta más aburrido.

En Charlotte, donde casi el 40 % de la población es afroamericana, lo que implica muchas dianas sueltas, la policía entendió que la víctima iba armada cuando realmente lo que estaba haciendo era leer un libro. Igual era la cinematográfica Holy Bible. Hasta la cultura mata. Desconozco si en aquellos lares los libros contienen este mortal mensaje, al igual que las cajetillas de tabaco.

Los derechos civiles de los afroamericanos son pisoteados a diario y no parece que en América se haya superado el apartheid, visto lo visto, y que en sus tiempos se focalizó al menos en el sur, en Louisiana y Missisipi, mientras que hoy parece extender sus xenófobos tentáculos al resto de estados, conformando un oscuro lodo de racismo, prejuicios y discriminación.

A más de uno de estos valientes policías que se creen el General MacArthur –quien, por desafiar, desafió hasta al mismísimo presidente Truman- o el General Custer, yo les hubiera puesto enfrente a Muhammad Alí, un afroamericano glorioso, de pegada mortal y que no precisaba de armas, puesto que sólo con sacar sus dientes acojonaba. O como se diga.

Parece mentira que haya sido una niña de nueve años, Zianna Oliphant, la que, erigiéndose en portavoz de los malogrados afros, y llorando a moco tendido, intentase apelar a las conciencias con un mensaje desgarrador y puro como la infancia misma: “Siento que estamos siendo tratados de una manera distinta al resto de la gente y no me gusta porque nuestro color no dice nada sobre nosotros”.

Tremendo.

Llanto negro

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