Dícese de aquella verbosidad excesiva que anida en determinados sujetos. También se conoce como verborragia, cuyo significado libertino me revela un estado de verbosidad tal que el sujeto lenguaraz acaba incluso desangrándose en ella. Y es que los sufijos rrea o rragia, de origen griego, expresan una enfermedad caracterizada por la salida de algún líquido –en este caso, bajo formato oral- del cuerpo humano.

El concepto antedicho abarca distintas especies más o menos graves del asunto, a saber: Desde los soporíferos monotemáticos -padres, que no paran de hablar machaconamente en la piscina del vástago, nuevos deportistas con sus marcas, cronómetros y potajes vitamínicos-, al nocivo sincericida, que al socaire de que lo que expresa, según su criterio, es cierto, no deja de convertirse en algo dañino para su receptor. Quizá de ahí acuñase Lázaro Carreter aquello de “El dardo en la palabra”.

En el intermezzo tenemos a aquellos que, simplemente, carecen de un filtro entre lo que piensan y lo que dicen, no tamizan, son elevadamente indiscretos y vomitan sonoramente sus pensamientos, con el riesgo de tener que lamentarse habitualmente nada más oírse, o incluso tener que pedir disculpas por lo manifestado. Agradezco sin duda a aquel que, no teniendo nada que decir, se abstiene de demostrármelo con palabras.

Por regla general, en cualquier reunión suelo fijarme más en el que calla que en el cansa almas que nos golpea con palabras sin cesar, sintiéndose protagonista pero sin darse cuenta de lo mucho que aturde. Normalmente, el que habla mucho escucha poco o nada, y nos mira sin vernos, con ojos ausentes mientras va hilando su próxima parrafada o anécdota. Convendrán conmigo en que resulta agotador. Por contra, el que sabe hablar sabe también cuándo.

Todo un clásico dentro del repertorio de la disertación lo representa el incontinente verbal que, como mi ya citado Maestro Liendre, de todo sabe y de nada entiende. El teórico listo, que suele aunar en ocasiones también la condición de cobarde, y que en su modalidad digital prefiere usar las redes sociales a modo de parapeto. Twitter, conocedora del panorama, decidió con excelente criterio limitar las palabras a utilizar. ¿No se podría hacer lo mismo en la vida real? Ahí lanzo la propuesta legislativa, a fin de evitar que nadie se desboque.

Esta subespecie, nada considerados, suele intercalar entre sus parrafadas la consabida muletilla de apoyo y enganche: ¿sabes lo que te estoy diciendo?. Pues claro que lo sé, gilipollas.

Otra variante es la del ansioso que se afana torticeramente en hablar para esconder que realmente es un manojo de nervios. Y lo paga con el resto, claro. Particularmente me exasperan aquellos que, muy pagados de sí mismos, utilizan la palabra para despelotarse emocionalmente ante el prójimo con exceso de efectismo dramático y narcisista. Huyan de ellos y no se les ocurra jamás prestarles atención. Abandonen inmediatamente el ring.

Hablar poco, pero mal, ya es mucho hablar, decía Alejandro Casona. A diferencia del fútbol y sus porcentajes de posesión del esférico, según la psicología moderna –y el sentido común- acaparar más del 60 % de la palabra en una conversación o diálogo puede resultar dañino u ofensivo para los demás. Si lo que uno va a decir no es más importante que el silencio debería ahorrárnoslo. Visto lo visto, se convierte en necesario y urgente desde ya el diseño de una app que incluya contador de palabras y avisos sonoros para aquellos que pretendan emular a plomazos históricos como Moctezuma. En breve empezaremos a ver en las cajetillas de tabaco el mensaje: Sanidad advierte que Vd. representa un serio peligro para la salud de los demás. Fume y calle, por Dios…, cansino.

FRANCISCO MOLINA

 

Verborrea

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